Aunque lo nieguen, sí hay terrorismo
CIUDAD DE MÉXICO, 8 de junio de 2020.- La emergencia sanitaria desatada por la pandemia del coronavirus, al no ser atacada con oportunidad y suficiencia por el gobierno federal ha mostrado sus efectos nocivos en la economía mexicana, pero sobre todo en las expectativas de uno de los segmentos de la sociedad más importantes porque son los que construyen el futuro.
Para los jóvenes, el virus ha traspasado su poder letal al de sus expectativas, con el agravante de que, si para ellos el panorama tiende a ser complicado para el resto de la población, especialmente para los mayores de 60 años, será cuando menos hostil.
En México hay 30.7 millones de jóvenes entre 15 y 29 años, de los que marginalmente los hombres son mayoría, pero con una marcada tendencia migratoria a partir de que cumplen 20 años, de acuerdo con información del INEGI.
De ese total, prácticamente la mitad se dedica a estudiar, mientras que 20 por ciento solamente trabaja, 12 por ciento estudia y trabaja y el 18 por ciento no estudian ni trabajan.
La escolaridad promedio es hasta la secundaria y con una matriculación descendiente a partir de la educación media superior y francamente declinante en la superior, lo que tiende a deteriorar su capacidad competitiva y su nivel de ingresos cuando se enfrentan al mercado de trabajo, además de que se estrechan sus oportunidades de bienestar.
Pero lo más grave es que 8 de cada 10 jóvenes que trabajan, lo hacen en la economía informal que, en el mejor de los casos, les reporta ingresos que no siempre cubren un salario mínimo de 123.22 pesos por jornada de 8 horas y sin los beneficios de la seguridad social, que los coloca en una ruta de precariedad laboral, merma además las cadenas productivas y tiende a cerrar expectativas sociales.
Frente a la crisis económica derivada del coronavirus, el problema tiende a agravarse porque el 60 por ciento del total nacional de la Población Económicamente Activa (PEA) se desempeña en la informalidad y que ya antes de la emergencia sanitaria se había observado que hay una disputa muy importante de supervivencia entre los jóvenes de 15 a 19 años y la población de 60 y más, que tiende a favorecer la pauperización del país.
Sin visión prospectiva del problema económico y poblacional del país, el gobierno federal simplemente ha proporcionado atenuantes: por un lado, para 10.5 millones de jóvenes mediante el otorgamiento de becas, así como del programa “Aprendices con salario mínimo” para otros 750 mil más con un poco de preparación laboral.
Por lo que corresponde a los adultos mayores, la cobertura federal es para unos 8 millones con edades de 68 años y más.
Pero los problemas no se resuelven porque no existe una estrategia ni se dispone de una organización fiscalmente sostenible para financiar los programas asistencialistas, cuyo horizonte es de muy corto plazo que se podría extender si su base económica se cimentara en la formalidad. Como todos los programas asistencialistas los establecidos para atacar la emergencia buscan clientelismo político y no una reforma estructural.
Hacia adelante, se puede anticipar que en el país veremos y viviremos un proceso de empobrecimiento de los jóvenes, lo que significará una peligrosa pérdida competitiva frente a la competencia global, junto con el deterioro acelerado de la población de adultos mayores que requerirán de más recursos y atención de salud, cuyo costo será muy complicado resolver sin recurrir al endeudamiento.
Al no plantearse un plan de rescate nacional que contemple la reorientación del gasto público en favor de la planta productiva, el desarrollo del empleo formal para sustentar el consumo y la inversión, en lugar de obras faraónicas de alcance limitado, el costo social de la pandemia puede ser extraordinario porque cierra el paso a las expectativas de los jóvenes.
¿O qué, la intención es solamente comprar votos para 2021 sin mejorar algo?
El precio será muy caro.