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En junio de 1939, Archibald MacLeish publicó en The Atlantic Monthly el ensayo “Poetry and the Public World” (“La poesía y el entorno público”) en donde sostuvo que la poesía y la revolución política encuentran terreno común en un mundo cambiante.
En aquel texto fascinante que provocó una encendida polémica, MacLeish echó su cuarto de espadas a la discusión que desde los griegos ha salpimentado el debate sobre el lugar del artista en el mundo de lo político.
Establece: “Hay una muy buena razón por la que la relación de la poesía con la revolución política debiera interesar a nuestra generación. La poesía, para la mayoría, representa la intensa vida personal del espíritu único. La revolución política representa la intensa vida pública de una sociedad. La relación entre ambas contiene un conflicto que nuestra generación entiende: el conflicto entre la vida personal de un hombre, y la vida impersonal de muchos hombres”.
El conflicto entre la vida personal de un hombre, y la vida impersonal de muchos hombres. He aquí planteado, como sólo un poeta podría hacerlo, el meollo del asunto. ¿El arte es el arte per se, que se concibe y se coloca en el mundo con independencia del ambiente social? ¿El arte y la política son como el agua y el aceite, aferrados cada cual a su propio territorio e impedidos de ocupar el mismo espacio? ¿El artista en su intimidad creativa es uno y otro en el territorio de lo cotidiano con sus normas, orientaciones y limitaciones?
MacLeish propuso que el artista asumiera, motu proprio, un liderazgo social ejercido a través de su obra, aunque su reclamo se constriñó a su propio mundo, la sociedad estadounidense en donde el mayor peligro que corría eran los ataques de sus detractores en las páginas de los diarios o en las revistas especializadas.
No consideró las consecuencias de una toma de partido político en un territorio de regímenes a los que les hace maldita gracia el que los creadores metan las narices en los asuntos reservados a “la política”.
En “La poesía y prosa públicas de Archibald MacLeish”, David Barber recuerda que en 1931 el artista concibió una meta para toda su vida: generar una imagen de lo humano en la que los hombres pudieran creer de nuevo, imagen que tanto en su versión doméstica como mundial “expresaría y por lo tanto adelantaría la democracia, la coherencia cultural, la hermandad y el potencial humano”.
“¿Cómo lograr esto?”, se pregunta Barber. Concluye que la vida misma de MacLeish tuvo la respuesta: “Se consideraba poeta en primer término, pero también fue periodista, funcionario público, productor de radio, profesor universitario y promotor cultural. A lo largo de su vida tuvo como bandera la propuesta de que igual que los productores de radio y los directores cinematográficos, los creadores tienen una función pública que desempeñar. Pero cuando intentó insertar al arte en un proyecto social encontró la más fiera resistencia de quienes consideran que la poesía es “esencialmente íntima y que el poder ensucia todo lo que toca”.
Imagino a ese irlandés cuarentón, católico, elegante y tenaz, dueño de una pluma deslumbrante, inmerso en su mundo de entreguerras, tocado por el recuerdo de las trincheras en la batalla del Somme, viviendo la vida de un inmigrante en una sociedad blanca, anglosajona y protestante (wasp) que despreciaba a los católicos en general y a los católicos irlandeses en particular.
Sus raíces de clase trabajadora lo identificaban con las masas populares y su formación intelectual liberal lo acercaba a los movimientos progresistas.
No deja de ser curioso que haya encontrado irreconciliable la vocación poética con el ejercicio profesional privado, pero no con el servicio público.
Esto lo llevará a declarar que el papel del poeta es “la restauración del hombre a su lugar de dignidad y responsabilidad en el centro de su mundo”, pues el arte es “una manera de manejar nuestra experiencia en este mundo de tal modo que la haga reconocible al espíritu”, ya que la verdaden una obra de arte es la verdad de su organización y no otra”.
Entonces, desde la perspectiva de MacLeish, el meollo del asunto no es si la poesía debiera tener que ver o no con la revolución política.
La poesía, dice, es a la emoción intensa lo que el cristal a la sal que se condensa, o la ecuación a los pensamientos profundos: liberación, identidad y descanso. Lo que las palabras no logran, puesto que sólo pueden hablar; lo que el ritmo y el sonido no logran como tales pues carecen de habla, lo consigue la poesía, ya que su sonido y su habla son un conjuro único.
Sólo la poesía puede lograr esa fascinación de la mente que razona, esa liberación de la naturaleza que escucha, esa solución de las deflexiones y distracciones de las superficies del sentido, mediante lo cual se admite, se reconoce y se conoce la experiencia intensa.
Únicamente la poesía puede presentar las más íntimas y por lo tanto menos visibles experiencias humanas en forma tal que los hombres, al leer, puedan exclamar: “Sí… Sí… Así es… Es así como realmente es.”
Desde la proa de la nave del gobierno, MacLeish lanzó la proclama de la unidad nacional. El poeta llamó a poner el arte al servicio del “proyecto nacional”, como una suerte de argamasa social, un emoliente que atenuaría las contradicciones y allanaría el camino a la igualdad democrática.
Esto le trajo fuego graneado desde las troneras del puritanismo artístico. La resistencia a su propuesta de un “uso social” de la poesía tuvo el más intenso rechazo y durante años sería utilizado en su contra. John Chamberlain escribió que si bien el MacLeish poeta era muy superior al MacLeish funcionario, conforme surgía en él el propagandista, el poeta se diluía.
A esta invocación, que MacLeish concluye preguntándose si es justo “hacernos un llamado a las armas”, respondió el poeta Allen Tate –su amigo, pero militante del conservadurismo- con “Eneas en Nueva York: “Sí lo es: El uso de las armas es la propiedad / del arma adecuada. Es la propiedad la que trae / Victoria a la que no se alude en Das Kapital. / Creo que no hay más que una guerra verdadera / Así que procedamos, como lo deseas, a perfeccionar nuestro oficio”.
Un repaso histórico hace presumir que no se pone en entredicho ni se estigmatiza la relación de la poesía y la política. Lo que parece no perdonársele al poeta es avalar un sistema. Esto daría sentido a la transformación de MacLeish y su defensa de la pureza, porque se trata de una pureza que se le exige socialmente a la poesía. Resulta inevitable el paralelismo entre MacLeish y el politólogo y ensayista Isaiah Berlin; ambos fueron fustigados por su desempeño como servidores públicos y su producción desestimada por este hecho: su pluma había perdido la pureza.
En 1932 MacLeish puso en verso su visión de un arte al servicio de las causas sociales en su Invocación a la musa social:
Señora, es cierto que los griegos están muertos. / También es cierto que aquí somos americanos: / Que usamos las máquinas: que atisbar al dios es inusual: / Que más personas tienen más ideas: que hay / Progreso y ciencia y tractores y revoluciones y / Marx y las guerras más antisépticas y asesinas / Y música en cada hogar: también está Hoover.
Y para que no quedara duda del papel del poeta:
Somos prostitutas, Fräulein: los poetas, Fräulein, son personas / De vocación conocida que siguen al ejército; deben dormir con / Los rezagados de ambos príncipes y de ambas tendencias. / Las reglas no les permiten apoyar a ninguno de los bandos. / También está absolutamente prohibido intervenir en las maniobras. / Quienes quebrantan la regla son inflados con alabanzas en las plazas / Y como resultado sus huesos son después encontrados bajo papel periódico.
19 de mayo de 2024