Llora, el país amado…
Ser influyente en una sociedad tan marcada por la desigualdad en México es una de las grandes deudas que tiene la clase gobernante con la sociedad. Lo que a veces señalamos como populismo no siempre lo es, porque dar espacios a quienes antes no lo habían tenido en ocasiones nos habla más de justicia social que de otra cosa.
Sin embargo el influyentismo, ser o sentirse influyente por la posición de uno o de alguien cercano a uno, es una práctica común en todos los espacios de poder. Desde el más pequeño de los municipios, hasta la familia del presidente de la República, y en ocasiones no nada más por su primer círculo o verdaderamente cercanos, sino también por alguno o alguna que conoce a la persona con poder y presume una foto, un mensaje, un chat o un cargo.
Ese influyentismo tan dañino va desde lo más minúsculo en la escala de valores, saltarse una fila, utilizar un vehículo oficial para uso personal, hasta obviamente donde la imaginación alcance, colocar gente sin preparación en algún cargo, favorecer en licitaciones para ser los elegidos (aunque en la actual administración federal optan en su mayoría por asignaciones directas), y así la lista puede seguir.
A este contexto, que no ha cambiado pese a tener en muchos estados colores, siglas y hasta géneros diferentes encabezando los trabajos, hay que sumar uno más reciente que tiene su epicentro en lo que se ha dado por llamar influencers, esas personas que en las redes sociales de mayor penetración como lo son Facebook, Instagram, Tiktok o Twitter, han ganado relevancia y presencia en el espacio público digital, que es donde se debaten hoy en día algunos temas que luego tienen eco en la vida cotidiana.
Cada vez más estamos más familiarizados con ese término de influencers y así también conocemos historias de gente que ha tenido la fortuna de que de la nada ahora gozan de fama y sus contenidos son compartidos, viralizados y comercializados. Sin embargo, los filtros para saber si lo que comparten es cierto, verídico, comprobable, en ocasiones dista mucho de la realidad.
El mundo comercial ha echado mano de muchos de ellos y ellas para sus campañas recientes, ya de lanzamiento, posicionamiento de marca, reputación y crisis, ahora en los planes y estrategias se incluye ese segmento prácticamente en cualquier lugar del mundo. Empero esto ha brindado un poder que no necesariamente tiene sustento en algunos de estos personajes.
El mundo de la política no ha estado exento de este fenómeno, conocido es el uso que le da el Partido Verde y el castigo que recibe, pero prefiere pagar esas multas porque seguramente le da resultado en sus objetivos, esto es, consiguen más con ese tipo de acciones que hasta les alcanza para pagar dichas multas.
Sin embargo, estos influencers empiezan a abusar de ese poder que les hemos otorgado y ahora buscan obtener ganancia con su sola presencia, ejemplos recientes nos hacen ver que desean hacer “intercambios” (quizá el viejo trueque pero en versión moderna), donde a cambio de noches de hotel o cuentas pagadas en restaurantes por ejemplo, ofrecen publicar fotos del servicio, alimento, producto o similar, pues para ellos y ellas (los influencers) su número de seguidores es su moneda de cambio.
Empiezan pues a hacer un influencerientismo que se parece tanto al influyentismo que debería empezar a preocuparnos un poco más. Aunque, como en el caso de éste, que concluye o disminuye cuando se termina el periodo de gracia o del cargo de la persona influyente, el del influencer termina cuando dejamos de seguirlo, cuando le cierran la cuenta, cuando llega otro y lo derroca, en un mundo cambiante y líquido en términos de Bauman, esto es más común de lo que parece, pero deberíamos considerarlo más en serio para que no ofrezcan gato por liebre.
@rvargaspasaye
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