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OAXACA, Oax. 20 de agosto de 2017.- Hoy, como en otros momentos del pasado, la bivalencia ante el Derecho distingue a mexicanos y oaxaqueños, y no permite crecer.
Por un lado, nos empecinamos en justificar en la ley nuestras acciones.
Por el otro, nos cuesta mucho trabajo observarla aun cuando la hayamos aprobado.
En muchos casos, la utilizamos a conveniencia con un hábil sentido pragmático. En otros, simplemente la ignoramos y la sustituimos por prácticas informales y hasta ilegales.
Así ocurrió durante el proceso de Independencia cuando, ante la invasión napoleónica a España, en 1808, en un intento desesperado por preservar su tambaleante imperio trasatlántico, al fin los españoles peninsulares invitaron a criollos, mestizos e indígenas americanos a elaborar la Constitución de Cádiz, de 1812, pero a la vez les limitaron sus derechos.
Así pasó también cuando Morelos convocó a elaborar la Constitución de Apatzingán de 1814 y opuso sus sentimientos, razones y habilidades al consenso de Cadiz, aunque las dudas, delaciones y traiciones obstaculizaron su consolidación.
Más adelante, la Constitución de 1824, fuente de legitimidad de la primera República Federal mexicana, fue borrada en unos cuantos días por un grupo de conservadores centralistas que impusieron en su lugar la Constitución de 1836, causante indirecta de la pérdida de más de la mitad del territorio nacional.
Diez años después, luego de moderar en 1842 el radicalismo centralista a través de la Constitución de ese año, los federalistas, entre ellos Benito Juárez, restablecieron con el Acta de Reformas de 1847 la República federal modelo 1824.
Una década más tarde, el propio radicalismo de los liberales federalistas, plasmado en la Constitución de 1857, provocaría la reacción conservadora y pro-monárquica que terminaría en el Cerro de las Campanas, en Querétaro, en julio de 1867, con el fusilamiento del pretendido Emperador, Maximiliano de Habsburgo.
Los liberales juaristas y lerdistas restauraron una vez más la república federal entre 1867 y 1876, solo que esta habría de ser manipulada por Díaz, durante tres decenios, “con estricto apego a Derecho y por el bien de la Patria”.
La Constitución de 1917, 50 años después, corregiría los errores de su predecesora y la clase política posrevolucionaria haría de ella una amalgama de disposiciones y orientaciones programáticas y nominales, poco normativas, más subordinadas a la voluntad gubernamental que a la ciudadana, que justificarían el sistema político más estable, longevo y eficaz de la historia mexicana moderna.
A cambio de muchos productos, sin duda muy apreciables, ese sistema constitucional, en sentido amplio, favoreció el desarrollo material del país pero limitó el crecimiento de una cultura jurídica, social y política en favor del pluralismo y la diversidad.
Hoy, esta revela aquellas represiones mediante actitudes y comportamientos adolescentes: Celebramos 100 años de la Constitución de 1917 pero ponemos mil trabas a la nueva Constitución de la Ciudad de México y sus propuestas vanguardistas.
Queremos y creemos en los derechos humanos pero toleramos sus restricciones, vulneración y violación cotidiana a través, por ejemplo, de bloqueos y marchas desproporcionados a sus objetivos, hasta que, hartos, los ciudadanos toman prevención y justicia vengadora en sus propias manos, en caminos y en camiones o en los basureros.
Creamos órganos constitucionales autónomos cuyas competencias y atribuciones limitamos o complicamos hasta tornarse irrelevantes, luego los reformarnos y volvemos a las andadas, aunque en el trayecto se pierdan talentos y líderes académicos y políticos que de otro modo serían prometeos y héroes supranacionales.
Proclamamos transparencia, anticorrupción y rendición de cuentas pero no integramos un orden jurídico completo en la materia y menos lo hacemos funcional hasta el punto de frustrar, sin rubor alguno, sus primeros pasos.
Pronunciamos discursos sobre la legalidad pero la flexibilizamos hasta para aprobar un usual plan de gobierno y sin explicar las razones de ese hecho inédito, en el caso oaxaqueño.
Eliminamos el fuero a servidores públicos sin argumentar si había otras medidas más idóneas para obtener el mismo fin sin arriesgar la autonomía legislativa, ahora sacrificada a la disciplina política más que a la legalidad constitucional.
Seguimos inaugurando obras, algunas mortalmente defectuosas, sin terminar las que ya iniciamos y prometiendo otras que de inmediato se duda que lleguen a cristalizar.
Más aún, y sobre todo, continuamos jugando a la democracia pluralista con los hábitos de la democracia autoritaria.
Lo hacemos, por ejemplo, al dejar desde 2007 sin reglas esenciales la competencia política con equidad e imparcialidad en el uso de recursos del Estado, que son de todos y no patrimonio de sus administradores, y, a la vez impugnando el postrer esfuerzo de la autoridad administrativa electoral, el INE, por llenar la laguna que dejó el legislador en tal materia en el artículo 134 constitucional.
O bien, otro botón de muestra, al prometer bajar el costo de las elecciones e inducir mayor financiamiento público a partidos y candidatos, en tanto que se deja abierta la puerta del casino electoral en el que el dinero, tarjetas y fichas informales hacen inaccesible y desigual el ejercicio del derecho a ser votado pero si a cultivar la pena de seguir siendo cliente y siervo, en lugar de ciudadano. Formalmente europeos y realmente norteamericanos, pero sin conciencia crítica de ser mexicanos.
Si en el trasfondo unos cuantos atesoran muchísimo y la gran mayoría recoge migajas y hasta optan por el crimen; si niños, jóvenes, indígenas, afros, mujeres, altero-géneros y ancianos son discriminados y excluidos junto con amplias porciones de las clases medias; si las propinas de un mesero son de 10 pesos y la de un alto funcionario de 100 millones, entonces la bivalencia se vuelve bipolaridad y raya en el extravío.
La siguiente escena mostrará al adolescente reclamando por que volvimos a la dictadura perfecta o a la demagogia vulgar si tan a gusto estaba en la democracia irresponsable, que no supimos hacer madurar con integridad entre todos, unos más que otros, menos el mismo, quien nunca será imputable.