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CIUDAD DE MÉXICO, 4 de marzo de 2019.- Debe existir un motivo de peso para que el presidente Andrés Manuel López Obrador no haya visto, ni oído, ni hecho ningún caso a los desplazados que desde hace quince días le piden audiencia desde su plantón al pie del Palacio Nacional, pese a que todas las madrugadas entra por ahí a sus oficinas.
Es posible que eso termine hoy, si acaso el funcionario que será enviado a entrevistarse con los desplazados lleva de verdad la respuesta que éstos han esperado y que les prometieron para esta fecha.
No inspira muchas esperanzas, sin embargo, el hecho de que tal funcionario sea el director general de Estrategias para la Atención a los Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, es decir, un funcionario de tercer nivel.
En caso de que el problema haya sido depositado en esa oficina de Gobernación, como si los desplazados hubieran ido a solicitar cobijas para el frío, el gobierno de López Obrador estará minimizando y evadiendo el grave problema sobre el que esas familias han querido concientizar al presidente. Porque no se trata solamente de que unas decenas de familias estén a la intemperie, sino de una compleja ramificación del problema de la inseguridad que aqueja a Guerrero, detrás del cual está la proliferación descontrolada de grupos armados que se hacen pasar por autodefensas ciudadanas pero sirven al crimen organizado, y el cultivo de amapola y la producción y trasiego de goma de opio.
Mandar de regreso a los 300 desplazados, con cobijas, despensas y la promesa de que se les buscará un mejor refugio que las canchas que hoy ocupan en Chichihualco, es cerrar los ojos a la trascendencia de la crisis humanitaria que se ha creado en la Sierra de Guerrero.
Como se sabe, los 300 desplazados del plantón son una parte de un grupo bastante más grande de unas mil 600 personas, que el pasado 11 de noviembre se vieron obligadas a huir de sus comunidades situadas en la Sierra de Guerrero, principalmente de Filo de Caballos, zona no muy distante de Chilpancingo.
También participan otros desplazados del municipio de Zitlala, expulsados por la violencia causada por los grupos criminales Los Ardillos y Los Rojos. En la Sierra, una organización armada que adoptó el nombre de Frente Unido de Policías Comunitarios del Estado de Guerrero (FUPCEG) –cuyo vocero visible es un individuo de nombre Salvador Alanís–, tomó a punta de balazos Filo de Caballos y varios poblados más con el pretexto de protegerlos del acecho de la delincuencia.
Esta presunta autodefensa expulsó a numerosas familias y se apoderó de sus casas y de sus pertenencias, lo que provocó un éxodo de los expulsados hacia Chichihualco, la cabecera del municipio de Leonardo Bravo, donde se refugiaron y sobreviven desde entonces. Después de tres meses de permanecer en esas circunstancias, creyeron que la Cuarta Transformación tendría una respuesta a sus problemas y decidieron solicitar en el Palacio Nacional el auxilio definitivo que el gobierno del estado no pudo brindarles. Lo que necesitan y quieren es regresar a sus comunidades y a sus casas, en condiciones de seguridad. No es algo que pueda alcanzarse de manera sencilla.
El gobierno del estado lo ha intentado, pero no ha podido hacerlo. Es sabido que el FUPCEG tiene conexión con organizaciones delincuenciales, y que su objetivo al tomar las poblaciones es controlar las vías de acceso a la Sierra, precisamente la principal productora de amapola en Guerrero y por ello terreno de disputa de diferentes cárteles.
Para calibrar la fuerza de esta agrupación disfrazada de autodefensa, puede considerarse la amenaza que lanzó hace diez días al gobierno federal y al gobierno del estado, a los que en declaraciones periodísticas les avisó que si en 30 días no resuelven el problema de la inseguridad, tomará Chichihualco y Chilpancingo, tarea para la cual está en posibilidades de movilizar seis mil efectivos. Y por si a las autoridades se les ocurre intentar su desarme, advirtió que “nuestra postura es disparar”.
En Guerrero existen unos 23 grupos armados de características similares a las del FUPCEG, dispersos por todo el estado. Es posible que el número de efectivos de todos esos grupos rebase los 20 mil, y aunque se desconoce el número de armas que tienen en su poder, se trata de miles. La Policía del Estado tiene alrededor de ocho mil agentes, la policía ministerial poco más de mil, y los militares desplegados para tareas de seguridad no rebasan los mil.
Es decir, ni juntando a todos los integrantes de las fuerzas de seguridad igualan a los de los grupos de autodefensas que se han creado de unos cinco años a la fecha en Guerrero. Todo ello no sólo incrementa la inseguridad en el estado, sino que da lugar a un desafío al orden institucional, al Estado de derecho y a la estabilidad de la entidad.
Si por la complejidad apenas descrita aquí es que se tardó el gobierno federal en dar una respuesta a los 300 desplazados que duermen al pie de las oficinas de López Obrador, valdrá la pena la demora. Pero si la respuesta que este día dará un funcionario de tercer nivel a los desplazados es superficial y se limita a darles cobijas y encontrar dónde acomodarlos, el gobierno estará evadiendo el verdadero problema, que claramente es mucho más grave y de mayor profundidad.
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