La Constitución de 1854 y la crisis de México
MADRID, 18 de febrero de 2017.- El personal siempre parece afanado por disponer de tiempo. Tiempo para hacer cosas, para ir de un sitio para otro y, con no poca frecuencia, simplemente para “matarlo” o para “pasarlo”. Eso es, al menos, lo que solemos decir con absoluta naturalidad: “aquí estaba entretenido, “matando el tiempo”, o “sí, ya ves, pasando el tiempo”…
Pero, ¿qué es realmente el tiempo? Kant, filósofo del siglo XVIII y padre de la Ilustración, viene a decirnos que el tiempo existe tan sólo en la mente del ser humano. Se trataría, pues, de algo absolutamente subjetivo, algo que ponemos los sujetos para poder percibir las cosas que nos van pasando. Antes de que algo nos suceda, antes de que tengamos experiencia de algo, nos es imposible concebirlo, insisto, al margen de un momento del tiempo o de un lugar del espacio.
Y muchos siglos antes que Kant, en el IV a de Xto., Aristóteles definió el tiempo como “medida del movimiento, según lo anterior y posterior”. Es decir, el tiempo, mi tiempo, valga como ejemplo, vendría a ser como una especie de gran armario imaginario donde yo he ido colocando, de forma más o menos ordenada, lo que a lo largo de mi vida me ha ido aconteciendo.
En consecuencia, si fuéramos capaces de parar el movimiento y alcanzar el reposo absoluto, habríamos detenido el tiempo y caeríamos en la cuenta de que ya no existe pasado, ni futuro, tan sólo presente, esplendoroso presente. Esa es, por cierto, la experiencia que refieren cuantos, embridando su mente en su retorno a lo que ya pasó o en su galopeo hacia un futuro inexistente, alcanzan esos niveles de meditación en los que es posible atisbar destellos de una realidad ajena a la que habitualmente percibimos el común de los mortales en el desarrollo de nuestra existencia
Nos cuesta, sin duda, comprenderlo porque vivimos atrapados por categorías espacio-temporales fuera de las cuales nos resulta dificultoso entender ningún tipo de realidad. Si, en un ejercicio de meditación profunda, pudiéramos escabullirnos del tiempo experimentaríamos el atributo de la eternidad como no-tiempo, como existencia atemporal.
Pero, por encima de todo, esa actitud de vivir siempre mirando el retrovisor u oteando un horizonte que no existe nos incapacita para reconocer, primero, y vivir, después, el momento presente, esos instantes únicos de los que realmente somos dueños y señores.
Tal como explica Eckhart Tolle en El poder del ahora, nos impide, simplemente, “permitirle que sea”. Pasado y futuro no dejan de ser una pura ilusión: “El tiempo, nos dice, no tiene nada de precioso porque es una ilusión. Lo que percibes como precioso no es el tiempo, sino un punto que está fuera del tiempo: el ahora. Y explica Tolle que es evidentemente lo más valioso porque, en realidad, no hay otra cosa que el ahora. Nuestra vida se desarrolla en un eterno presente.
El hombre sin vida interior acaba siendo víctima de lo que le rodea. Sólo aspira a “llenar” su tiempo, como si de un vulgar armario ropero se tratara, en lugar de saborearlo, de experimentarlo, de vivirlo. Como si el simple hacer cosas, el zascandilear de un sitio para otro nos garantizara el tesoro de una vida plenamente realizada. Afanados en hacer cosas, incluso cosas buenas, perdemos de vista que lo realmente importante es lo que llevamos dentro, lo que “somos”, mucho más que lo que hacemos.
De ahí que los más grandes maestros de vida espiritual propongan siempre como trabajo imprescindible el empeño por conectar con nuestro ser más auténtico, con lo más profundo de eso que llamamos nuestro yo. Buscar espacios, como decía Viktor Frankl, en los que estar con uno mismo en soledad. Una soledad que haga posible, desde el silencio interior, la escucha de lo que acontece dentro de nosotros. El contacto, desde el recogimiento interior, con lo más profundo de nuestro yo, con nuestro auténtico ser, nos introduce en un estado de reposo mental que nos garantiza la paz interior y la serenidad espiritual.
Pero el ser humano que medita, que aprende a mirar hacia su interior, que no tiene miedo al silencio…, acaba conectando con lo más profundo de sí mismo, experimentando, desde ahí, la fuerza de una poderosa libertad interior que le inmuniza frente a los riesgos de una vida volcada hacia el exterior, tristemente enajenada. Ya no sentirá la imperiosa necesidad de “hacer cosas” para llenar su tiempo, de añorar un pasado que no existe o de perderse en ensoñaciones de un futuro incierto. Vivirá instalado en el presente y el constante y paciente trabajo sobre sí mismo le permitirán vivir reconciliado con la Vida, con el eterno presente que constituye, no hay otro, su más preciado patrimonio.
José María Jiménez Ruiz
Terapeuta familiar y vicepresidente del Teléfono de la Esperanza
Twitter: @Tel_Esperanza