Exhiben multipremiada cinta La Soledad de María Conchita Díaz en FIC
Miércoles 30. Reinvento la jornada. Escribo un párrafo: Como en las armas antiguas hay un león, una espina, el águila y la serpiente, en el mezcal están las notas que cargan fuerzas antiguas del corazón (la mirada, los labios, la humedecida punta de la lengua). Hay el mezcal hay una forma del destino, que crece sobre el silencio, religión que se extiende por montes y valles de Oaxaca; guarda la llave de la memoria (hay nombres que se nos olvidan), su paisaje el desata la paz, grácil navegación que avanza en nuestra sangre.
Me distraigo, desatento; me encomiendo a fuerzas extrañas. Enciendo un veladora, realizo ofrenda en el altar de los mezcales. Escribo, comparto:
Los padres
Leo a los viejos poetas de mi país
y ninguna palabra suya te hace justicia.
Juan Gustavo Cobo Borda, Dos ejércitos retóricos
Escribo la historia de una ventana desnuda. Las cajas con los libros pesan mucho más de lo que aparentan. Para realizar la mudanza se necesitan hombres muy convencidos de su trabajo como aquellos que llevaron la caja del muerto en el aguacero, dispuestos a poner sobre sus hombros la tristeza. En la mudanza no hay manos que logren afianzar el colchón para atravesar la puerta, duelen los dedos cuando el puño se cierra sobre el borde de las redondeadas esquinas. Se doblan, desfallecen, los dedos; quien se muda tarda en adaptarse a la forma del refrigerador para elevarlo del piso, demasiado ancho, demasiado alto; los brazos demasiado cortos. La casera pide al que se marcha que deje el cuarto limpio, las ventanas tiemblan sin cortinas, los cristales lloran su desnudez expuesta a los ojos del gato.
El mejor momento para escribir es el instante previo al cabeceo, cuando los ojos se cierran de sueño y la noche se llena de pequeños impulsos obstinados que van en contra del sueño. Permaneces despierto contra tu voluntad. La escritura es vigilia, estar al pendiente con el resto de energía que apenas mantiene la conciencia despierta. Escribir será sostenerse contra todo como ebrio que se agarra de las paredes y avanza por la calle interminable, desfalleciendo, blasfemando. Con la casa como pensamiento único, idea fija. El sitio de su casa. El lugar donde se descalza, se saca la ropa húmeda de lluvia y tabaco. En la calle hay lluvia y oscuridad, y el ebrio, aunque no puede, pretende avanzar, seguir hasta encontrar el respaldo de la silla donde cuelga su camisa mojada.
Antes de la mudanza amaneció sobre la ciudad el tiempo frío, infame.
El silencio nunca se desplaza, permanece. Tengo un motor de dos tiempos, que comprime el gas refrigerante que es guiado por el termostato, un termómetro interior que ordena el paro y arranque de la máquina. Yo mismo, el sitio donde se comprime el gas que enfría el ambiente del interior de la nevera, soy silencio. Un misterio que se aclara cuando Manuel abre la puerta y saca la sandía. Una roja sandía, como una carcajada de Antonia, y se la lleva a la boca y la muerte y escurre un líquido rojo por sus labios, la quijada, que baja hasta llegar al cuello y perderse en el pecho. Tengo voz en esta historia porque soy el silencio que Antonia escuchaba en la madrugada cuando ella despierta de un sueño recurrente, el de un columpio que cuelga del árbol en el patio de la casa de sus padres.
El columpio que era mecido por una mano invisible. Hay objetos en la habitación que nos acompañan en las horas de las pesadillas. Pero no las vemos o no las reconocemos. Yo conozco a Antonia, me acostumbré a su caminar de pies descalzos, su lunar. La ventana, a esa hora de la pesadilla en que se daba al llanto; será que el espacio de los escombros es así, puro llanto. Soy el refrigerador que contiene el agua fresca que ella imaginaba cuando volvía del trabajo; soy el testigo de la vida, alto y erguido, mudo. En alguna ocasión los escuché discutir y, en ese momento, hacía más fuerte el ruido del motor para que con su retumbar de tren diminuto, invisible se hiciera la paz.
A veces uno se queda con el nombre de los personajes.
El gato de nadie pasa, su sombra se alarga en la ventana. Imagino lo que haría si supiera de la comida que guardo en mi interior. Manuel trajo una tarde a Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, leyó pasajes de esa novela para Antonia. Cuando ella tardaba en regresar del trabajo, Manuel leía también en voz alta a Lowry; no sé por qué le encuentro al gato nombre de Cónsul, el personaje de Malcolm Lowry.
Afuera de la ventana está el gato con su cuerpo repleto de heridas.
Lo que queda de la relación amorosa es el silencio colmado de anécdotas. La voz alta utilizada para la lectura y la discusión. Historias de otros, pleitos que parecieran entre dos, pero vienen de una multitud oculta. De alguna manera Manuel, al leer a Lowry, se preparó para el abandono. Ahora Cónsul pasa, asoma su rostro con bigotes por la ventana desnuda.
En muchas madrugadas Manuel despertó junto al refrigerador, sin saber cómo llegó hasta ahí, en el suelo. Cuando estaban de buenas se les escuchaba gemir en el sofá, se amaban a gritos. Luego venía un silencio largo que era interrumpido por la lectura en voz alta. A veces los cuerpos sólo piden gemidos antes de sumirse en el infierno; ahora está lloviendo, pero para esta narración la atmósfera que mejor funciona será como si en la mañana existiera con un sol intenso.
Me pregunto si la luz narra.
Claro que sí, la luz lleva la narración, el recuerdo de la luz se cuela en la escritura como lo hace la taza blanca del café, el asa con su figura en espera. O en vuelo limpio, la taza, su fondo de café, los signos, la anécdota, la historia que se vive y se desconoce; cierta intriga que inunda el escritorio donde un obstinado escritor hace la historia, el cuento. Ahora que se fue el sueño puedo observar la figura de Cónsul, su pata lastimada, la cola en alto como espada vengadora; tras los cristales el gato también supo de pesadillas que sufría Antonia.