Llora, el país amado…
La oposición formal y la informal vive momentos difíciles y también circunstancias de privilegiada oportunidad. Sus dificultades no son de ahora y su deterioro se acentuó en la contienda de 2018. López Obrador prevaleció por mérito propio; sin embargo, su arrolladora mayoría se explica, primero, por los errores estratégicos del entonces grupo gobernante y, después, por el deseo del presidente de ganar impunidad ante el inminente triunfo del tabasqueño. De haber privilegiado la competencia, las derrotas del PRI y del PAN no hubieran sido de tales proporciones, tampoco hubiera arrollado el ahora presidente ni su partido hubiera tenido el dominio legislativo, especialmente en la Cámara de Diputados.
El mayor reto de la oposición es actuar en unidad. Las diferencias de proyecto político se atemperan ante la determinación del oficialismo de acabar con los adversarios y con la institucionalidad que permite una competencia justa por el voto, dirigida por autoridades independientes y con resultados convincentes para los contendientes y la misma sociedad. Como se revela de la iniciativa presidencial de reforma constitucional la amenaza no es sólo a la oposición, sino al sistema democrático, ya que dañaría por igual al INE, a la representación plural en el Congreso y al federalismo.
El rechazo al régimen crece en las clases urbanas, especialmente en las zonas densamente pobladas. Allí pierde fuerza y credibilidad la prédica presidencial; el impacto del deterioro económico y el de las instituciones sociales, particularmente las de la educación pública y las de salud, la persistencia de la violencia y la rampante corrupción crea y recrea el descontento, el mismo que ayer llevó al poder a López Obrador y a su movimiento y que ahora se le vuelve en su contra.
La oposición partidaria no es el elemento activo en la oposición al régimen. La marcha del 13 de noviembre o la radiografía de la elección de 2021 da indicios de una rebelión social contenida, en la que los partidos opositores pueden resultar beneficiados si se muestran como vehículos confiables para dar cauce al descontento.
El mayor problema de los partidos es la imagen de corruptos, que López Obrador entiende muy bien e insiste en ello. Ahora ha intentado darle caras y nombres a la protesta social resuelta a salir a la calle a expresar su rechazo al intento del régimen acabar con la institucionalidad democrática. La postura del presidente es maniquea, sobre todo, porque es evidente que el movimiento social opositor es de la sociedad civil, un tanto distante de la política convencional y sus personajes. Los partidos se suman y en no pocas ocasiones estorban; sin embargo, son indispensables porque la lucha se dirime en el poder legislativo y, en su momento, en los comicios.
Bien entendidas las cosas, la oposición formal ha sido beneficiaria de la oposición social, pero el encuentro es frágil y complicado, especialmente si no hay el cuidado para entender los términos de la relación donde el rechazo juega por igual contra el régimen que contra quienes en el pasado, por negligencia, frivolidad y corrupción, abonaron al descontento, a la polarización y al arribo al poder del proyecto populista de devastación institucional, deterioro social y de amenaza al sistema democrático. En todo esto debe tenerse presente el tránsito de la democracia partidista a la llamada democracia de las audiencias.
Tampoco puede darse por incólume la cohesión, la adhesión social por el presidente y por Morena, al menos en consideración de: primero, la definición de candidaturas en el ámbito nacional y local provocará fisuras que pueden volverse mayores. En Morena no existe sentido de lealtad al proyecto; el mayor incentivo para la unidad, como ocurrió con el PRI, es el poder y la certeza de triunfo, y perdiéndolo, casi todo se torna crítico. Si el saldo de las elecciones en 2023 es adverso al régimen, crearía las condiciones para una ruptura mayor. Por esta consideración, López Obrador sabe que debe construir la imagen de que el triunfo arrollador en 2024 es incuestionable.
Segundo, el ascendiente social de AMLO, 35% duros y 25% blandos, no se traslada con facilidad a su partido o a sus candidatos. El pésimo desempeño del gobierno y la persistencia de los problemas que le llevaron al poder abren líneas de inimaginable controversia. El reto es la credibilidad; la apuesta, la sociedad civil, no la partidocracia y sus personeros.