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CIUDAD DE MÉXICO, 7 de marzo de 2018.- Esta semana se realiza en el Vaticano la sexagésima asamblea de la Pontificia Comisión para América Latina de la Congregación de los Obispos. Es una reunión bienal de cardenales y obispos del continente americano en la que debaten algunos tópicos de interés para la Iglesia en el ‘Continente de la Esperanza’ como lo llamó Juan Pablo II. Para esta edición, el papa Francisco promovió que el tema central fuera el papel de la mujer en la Iglesia. Un tema que, por desgracia, suele despertar reacciones muchas veces injustificadas y poco informadas que ya explicaré un poco más adelante.
La asamblea en la Santa Sede lleva por título “La mujer, pilar en la edificación de la Iglesia y la Sociedad en América Latina”; comenzó el 6 de marzo y concluirá el viernes 9, no sin antes participar de una manera significativa en el Día Internacional de la Mujer el 8 del mes. A nadie escapa que los miembros de la comisión en cuestión son cardenales y obispos y, por tanto, son todos hombres; así que, para esta edición, de manera extraordinaria se han invitado a un grupo de mujeres que expondrán perspectivas sobre la dimensión femenina en el mundo contemporáneo y se seleccionó también a trabajadoras de las diferentes oficinas del Vaticano para convivir y compartir puntos de vista con los purpurados latinoamericanos.
Hasta allí todo bien. Sin embargo, el tema sobre las sutiles dinámicas de control y el suave yugo que se impone sobre las mujeres católicas y, muy particularmente, sobre las mujeres consagradas, explotó al inicio de la semana con la publicación del suplemento “Donne Chiesa Mondo” del periódico oficial de la Santa Sede, en donde se denunció con claridad meridiana que en el mundo “existen monjas y mujeres consagradas que son tratadas como sirvientas por cardenales y obispos, que no tienen un sueldo, no tienen horario ni tienen ningún tipo de asistencia o protección laborales como otro personal”.
Los testimonios que las religiosas le confiaron a la periodista Marie-Lucile Kubacki son estremecedores: “Rara vez estas religiosas son invitadas a sentarse a la mesa… se levantan al amanecer para preparar el desayuno y se van a dormir una vez que esté servida la cena, la casa arreglada, la ropa lavada y planchada”.
Hace menos de un mes, en esta columna, escribí que la decisión del cardenal Carlos Aguiar Retes de nombrar a una mujer como directora general de la Oficina de Comunicación de una de las Iglesias más grandes del mundo era “una respuesta a una petición largamente silenciada para que la Iglesia no deje fuera de la toma de decisiones a más de la mitad de sus miembros y que no se perpetúen signos de exclusión, marginación o discriminación contra el tremendo genio femenino”. De inmediato recibí ecos de reacciones llenas del dilema católico sobre el papel de la mujer en la Iglesia y en la sociedad.
Explico el dilema: es cierto que los principios evangélicos y cristianos dados por Jesús -al menos en ciertas interpretaciones del Nuevo Testamento- contemplan la dignidad de la mujer con un especial simbolismo de confianza, entrega, liderazgo y testimonio. Valores de dignidad que quizá no tenían las mujeres en los grupos de ortodoxia hebraica o en las formas legales de los protectorados romanos pero que no eran ajenos en otros estratos sociales paganos. Sin embargo, en la evolución del cristianismo no se puede negar que hubo perversiones a la palabra y que, de la mano de la ley y las costumbres, se colocó el estigma de la impureza original sobre todo el género femenino.
Bajo estas dos condiciones, las mujeres católicas suelen afirmar que el cristianismo, en voz y obra de Jesús, les reconoce la dignidad máxima; pero también, que las estructuras sociales y culturales emanadas de las tradiciones judeo-cristianas imponen una extraña misoginia en las responsabilidades de las mujeres y en el papel que pueden hacer a favor de sí mismas y de sus comunidades.
Lo fácil, por tanto, es atrincherarse en una u otra concepción: Que el catolicismo es la única religión que reconoce la dignidad de la mujer; o que el catolicismo es el fermento cultural donde las instituciones occidentales han perpetuado la sujeción y control del genio femenino.
Y no, no sólo es por el poder. En el fondo es frívolo discutir si debiere haber papisas, obispas o sacerdotisas en la Iglesia católica porque, la historia confirma que ante la ausencia de liderazgos masculinos consagrados en territorios de misión o de compleja evangelización, han sido las mujeres las que han tenido la firme capacidad de transmitir la ortodoxia del magisterio y el valor de la celebración de las tradiciones de la fe católica. Estos casos son de lo más común en nuestra época y nuestro país. Personalmente he conocido y charlado con religiosas que llevaban la administración de algunos sacramentos en lugares donde los ministros no podían llegar, que vivieron la fe y la transmisión de ésta en espacios donde los varones no podían vivir; conozco no pocos templos bajo cuidado y administración absoluta de mujeres y sé de los infinitos sacrificios que hacen muchas de ellas por su comunidad en conformidad con el mensaje cristiano.
El dilema no es sobre el poder sino por el lugar en la mesa, por el respeto a su genio y su dignidad. La coparticipación de hombres y mujeres en la construcción de la Iglesia y de la sociedad es real e incuestionable; lo cuestionable sería porqué la voz de esas mujeres tendría menor liderazgo que la de un hombre. Si una mujer tiene poder y liderazgo en la Iglesia, nadie debería escandalizarse; por el contrario, sería una alegría y una responsabilidad. La primera, con esas otras mujeres que podrían estar bajo el indigno yugo de un ministro o una institución machista.
@monroyfelipe