La Constitución de 1854 y la crisis de México
CIUDAD DE MÉXICO, 26 de mayo de 2019.- Aunque el problema se ha visto en los procesos electorales en occidente durante los últimos veinte años, ahora mismo en España y en Iberoamérica vuelve a reiterarse el gran dilema del bienestar social: el populismo de dinero regalado y bienestar asignado a presupuestos inflexibles del Estado o un nuevo modelo de desarrollo basado en la creación/distribución dinámica de la riqueza.
Una revisión de las propuestas de los partidos denominados de izquierda y de derecha a ambos lados del Atlántico muestra los indicios de una gran crisis del paradigma del desarrollo: en lugar de crear cada vez más riqueza y diseñar mecanismos de distribución equitativa de los frutos de la economía productiva, los líderes políticos están buscando formas de rascarle a la misma riqueza para que alcance para más, aunque lo que se reparte de manera individual sea cada vez menos porque hay más demandantes.
La crisis no se localiza en las economías atadas a condicionantes estabilizadores –no crecer más porque se estimula la inflación–, sino en la incapacidad de los líderes gubernamentales para modernizar o cambiar modelos de desarrollos restringidos por tasas fijas de inflación.
En México, el presidente López Obrador quiere lograr tasas anuales promedio del PIB de 6% –posibles en el largo periodo estabilizador de 1934-1982–, pero con la misma estructura productiva/distributiva estabilizadora y vigilada por el FMI.
La reciente campaña electoral en España dejó ver una competencia entre los partidos –y de manera muy sustancial en los dos debates– para mostrar quién le daba menos beneficios no-productivos a los ciudadanos, programas asistencialistas y malabarismos presupuestales.
El gran dilema del pensamiento económico occidental radica en buscar una economía con beneficios sociales y estructura productiva. España dio el gran salto a la modernización en 1978 con los Pactos de la Moncloa, un verdadero acuerdo para reformular la planta productora de riqueza.
De entonces a la fecha, el debate se ha trasladado del modelo de desarrollo a los papeles sociales del Estado vía políticas fiscales conservadoras, presupuestos estrechos y bienestar subsidiado.
En Iberoamérica es modelo se conoce como populismo: políticas de Estado para quitarles riqueza a los ricos, convertirlos en programas asistencialistas administrados por el gobierno y construcción de un Estado de bienestar acotado por el volumen de recursos y no por afanes de equidad y justicia social: Joan Goulart en Brasil, Juan Domingo Perón y los Kirchner en Argentina, Lázaro Cárdenas en México, los hermanos Castro en Cuba, los gobiernos militares golpistas, Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela en nombre de la revolución social, entre muchos otros.
El bienestar tiene sólo dos fuentes: el desarrollo y sus mecanismos de distribución de la riqueza social o el intermediarismo del Estado para dotar a los gobiernos de popularidad vía gasto social como salario no monetario.
En México acaba de abrirse un sano debate sobre la clase trabajadora: ¿son trabajadores los jóvenes que reciben un subsidio directo de alrededor de 160 euros mensuales para trabajar sin salario en empresas que los reciben sólo para capacitarlos?
El problema radica que ese subsidio es temporal y no existen condiciones ni posibilidades de que las empresas los contraten bajo reglas formales. Por lo tanto, esos jóvenes están en el limbo de las características del obrero, trabajador o empleado.
La capacidad de subsidio del Estado es menor a lo que se supone. Un ingreso dependiente del subsidio del Estado es improductivo e ineficiente en tanto no logre incorporarse como ingreso productivo.
La izquierda española fue pródiga en programas asistencialistas improductivos que, de manera paradójica, están modificando la conceptualización marxista de obrero/proletario.
Inclusive, algunos progresistas quieren cambiar el modelo socialista de los comités de fábrica por el de pequeños accionistas de las empresas en las que laboran, como lo hizo Salinas de Gortari al privatizar empresas públicas con un porcentaje de acciones para los sindicatos y López Obrador en 1997 con el modelo de propiedad accionaria del trabajador.
El modelo de subsidio estatal como salario no monetario es improductivo, genera inflación y limita sus alcances como promotores del bienestar o de la reclasificación hacia arriba de las clases sociales. Y el efecto político y social negativo radica en la reconfiguración del ciudadano no propietario en beneficiario y no en agente productivo. Y las empresas estarán felices de pagar un poco de más impuestos para que los subsidios asistencialistas del Estado diluyan la lucha de clases como motor de la producción.
La izquierda occidental encontró la desviación ideológica en el populismo como un modelo híbrido que se apoya en la ideología socialista del bienestar de los no propietarios, pero sin preocupar a los propietarios que salvaguardan sus propiedades pagando impuestos.
Y todos felices: el capitalismo vía impuestos y programas asistencialistas podrá sobrevivir a Marx. El verdadero fin de la historia no ocurrió en 1989 en la URSS sino ahora: pasar de la lucha de clases a la lucha de taxes –juego fonético de palabras pluralizando tax-impuesto–, con la complacencia de los empresarios de pagar más impuestos para que el Estado regale bienestar y tranquilice al proletariado.
El único camino para salirse de la lucha de clases y de la lucha de taxes se localiza en un nuevo pacto social para un nuevo modelo de desarrollo que amplié el horizonte de bienestar de las mayorías no propietarias más allá del dinero regalado en servicios como salario no-monetario.
Sin un desarrollo más productivo-distributivo, el populismo tiene corta vida, depende de la recaudación fiscal y suele ahogarse en la corrupción.
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