Padre Marcelo Pérez: sacerdote indígena, luchador y defensor del pueblo
Duele ver que el caso sobre la desaparición, muerte y ulterior hallazgo de la joven Debanhi Escobar -ya convertido en epítome alegórico de la crisis integral de la sociedad mexicana- ha sido echado a las fauces de un coso interminable, una plaza violenta llena de ignorancia e infatigables opinadores de sandeces, comenzando por la estulta fiscalía estatal pero extendida infinitamente por cada rincón de la nueva conversación sociodigital donde cada hijo de vecina cree tener los dotes reencarnados de Sherlock Holmes.
Es reprobable la actuación de las autoridades, sí. Escuchar las explicaciones dadas a la prensa por parte de la fiscalía provoca casi un dolor físico: se antepone la imágen a la lógica. Los investigadores se limitan a describir las escenas pero parece que ni siquiera ellos las comprenden; cuando son interrogados, no se ruborizan y se encogen de hombros.
La búsqueda de la verdad en este caso -como en muchos otros, tristemente- parece tener de enemigos a las propias autoridades y peritos que se refugian en el pensamiento insípido y la confusión mental; pero no son los únicos culpables.
Frente a ellos, grandes hordas largamente adoctrinadas por ‘el tren del mame’, ‘la tendencia’ y la ‘viralización’ -y recompensadas en las redes socio digitales-, hacen sus propias teorías e hipótesis, desconfían de todo, de todos, excepto de su propia ignorancia: pontifican sin razonar y hacen lo mismo que la fiscalía, apegarse a las imágenes y no a la lógica. Como sabemos, esta conversación digital -mezcla de imagen e inmediatez- recompensa a los estrambóticos, a los estridentes, a los exagerados y a los charlatanes, a los bufones, a los iracundos, a los trolls y a los haters.
La necedad y la emotiva ignorancia de estos últimos acrecienta el coso en la conversación digital y, por tanto, en la vida cotidiana de tantas personas. La plaza-calzada donde la historia y la muerte de Debanhi se desgarra en jirones que carroñeros se disputan en hipótesis e intereses, se instala en los hogares y en las conversaciones apenas sustentadas en un puñado de videos, imágenes y audios. Manipulada, tergiversada e incomprendida, la historia parece sólo reforzar nuestras certezas y conveniencias pero no alcanza la verdad, ni propone justicia ni respeta la dignidad.
Resuenan casi como advertencia profética tanto las palabras de Monsiváis como de Ferrarotti sobre la actitud de la sociedad cuya única cultura es audio-visual y no lecto-reflexiva: “La lectura le cansa… sólo intuye. Prefiere el significado resumido y fulminante de la imagen sintética. Ésta le fascina y lo seduce. Renuncia al vínculo lógico, a la secuencia razonada… cede ante el impulso mediático…”, dice Ferrarotti mientras Monsiváis es más incisivo: “La manera y los métodos en que colectividades sin poder político ni representación social asimilan los ofrecimientos a su alcance, sexualizan el melodrama, derivan de un humor infame hilos satíricos, se divierten y se conmueven sin modificarse ideológicamente, persisten en la rebeldía política… las clases subalternas asumen, porque no les queda de otra, una industria vulgar y pedestre, y ciertamente la transforma en autocomplacencia y degradación, pero también en identidad regocijante y combativa”.
El caso de Debanhi -como muchos otros en nuestro espectro noticioso contemporáneo- llega a nosotros a través de videos, en audios, en rápidas imágenes difusas y sintéticas, reaccionamos apenas por ese impulso mediático; y, sin nos conmovemos o no, en nada cambia nuestro comportamiento porque poder ver el drama y crear nuestras hipótesis nos satisface y nos identifica. En este coso interminable, esta plaza salvaje donde la ciudad pone lo mismo sus monumentos y sus cadáveres, los usuarios digitales, los habitantes de esta conversación polisémica, asumimos el código del drama ocurrido y construimos el sentido político de aquella muerte y de todas las otras muertes.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe