El episcopado ante el segundo piso de la 4T
En el fondo no importa si el alcalde de Huatabampo se equivocó en la tradicional arenga popular que conmemora el levantamiento insurgente por la Independencia de México al trastabillar ‘erótico’ en lugar de ‘heróico’; lo que parece necesario es reflexionar sobre un aspecto menos anecdótico y que ha despertado no pocos debates en años recientes: la hipersexualización en la vida cotidiana.
Evidentemente, el concepto siempre estará a debate porque lo ‘hiper’ parece sólo referir a la transgresión de la norma social de sexualidad aceptable; por tanto, siempre habrá quienes critiquen ‘la norma’ para justificar no sólo el derecho de sus propios actos sino la aparente naturalidad de los mismos. Sin embargo, la hipersexualización consiste en dar un carácter sexual a una conducta o un producto que no lo tiene en sí mismo; pero también cuando se presenta un uso excesivo de estrategias centradas en el sexo, el deseo y el placer. Por ello, surgen preocupaciones compartidas del fenómeno, especialmente cuando nos referimos a la hipersexualización de las infancias, la hiper-erotización del poder o a la relativización de la naturaleza biológica del ser humano.
En marzo del 2012, la senadora francesa Chantal Jouanno presentó un inmenso reporte parlamentario en el que manifestó su preocupación de la siguiente manera: “Sabíamos y éramos conscientes del movimiento de liberación sexual; sin embargo, no éramos conscientes de cómo los códigos de la pornografía han invadido nuestra vida cotidiana”.
Quizá las palabras de la legisladora parezcan fuertes, pero el reporte evidenciaba cómo la hipersexualización (principal pero no exclusivamente de los menores) “debilita su construcción identitaria, provoca daños psicológicos irreversibles, contribuye al desarrollo de actitudes de riesgo…está íntimamente ligada a la trivialización de la pornografía como principal modalidad de educación sexual y puede inducir a comportamientos de violencia sexual mientras legitima el acoso”. Además, la hipersexualización no sólo afecta a la persona en lo individual sino que trastorna las dinámicas sociales cuando relativiza principios de dignidad humana o cuando transmite y sanciona estereotipos de comportamiento, proyecciones mentales e identidad sexual.
Desde hace años, parte de un proceso imparable, la cultura y sociedad mexicanas han evolucionado en la confrontación de las fronteras simbólicas entre el sexo y la sexualidad, pero también entre el deseo, la identidad y el libre ejercicio de todas las anteriores. Pero, a diferencia de lo que clamó el alcalde sonorense, México parece mucho más un pueblo pornográfico que un pueblo erótico.
La escritora norteamericana Audre Lorde –a quien de ninguna manera se le puede acusar de conservadurismo– comprendía que el erotismo y la pornografía no son sino “dos usos diametralmente opuestos de lo sexual”. Y la pornografía, como explica su definición etimológica, está ligada íntimamente a la prostitución y, por consecuencia, al intercambio comercial, a la relación economicista y de consumo de la persona humana, de su intimidad, de su naturaleza orgánica y su integridad, no sólo de su sexo.
Lo anterior es justamente la manifestación de la hiper-erotización del poder; un fenómeno de la posmodernidad en el que el usufructo económico del sexo, el deseo y el placer jerarquiza y domina las relaciones comunitarias y las identidades personales; pero no sólo eso, sino que legitima la agresividad, la violencia simbólica y las sanciones institucionalizadas de lo que define como “correcto” o “válido”.
Así, mientras cunden los movimientos político-sociales (auspiciados por grandes intereses económicos) que promueven la redefinición de la niñez como mini-adultos en un sentido muy distinto al que se tenía en el pasado –como los agentes de publicidad que usan a menores en actitudes eróticas o los promotores de la hormonización e intervención quirúrgica infantil bajo la idea de ‘reafirmación sexual’–; también las instituciones políticas y culturales redefinen los valores de la autopercepción y la el placer como únicas garantías del derecho y del espacio público, donde incluso la vulgarización y la obscenidad tienen cabida en el debate y el discurso social –tal como pasó recientemente en un episodio del reclamo egotista de espacio público en la Cineteca Nacional y la subsecuente discusión en el que la voz coprolálica de una personalidad de televisión adquirió relevancia argumentativa.
Así que ojalá condenemos esos códigos pornográficos, ubicados entre el sexo, la dominación, la violencia y el poder (económico). La opresión desde la hipersexualización busca perpetuarse a través de la corrupción del sentido del sexo y el ser mediante la cosificación, la manipulación y la fetichización de la identidad individual. Ojalá fuéramos un pueblo erótico, ubicados en esa tensión entre el sexo y el amor, capaces de elegir entre atracción y repulsión, entre la esperanza que provee la realidad y el temor de las ilusiones pasajeras y autocomplacientes.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe