
Guerra anti taurina; el prohibicionismo es antesala de la tiranía
Oaxaqueñología | Raúl Ávila Ortiz
Hacia el 1-J
OAXACA, Oax., 6 de mayo de 2018.- Un sistema de gobierno parlamentario deposita en el parlamento competencias suficientes para orientar el gobierno general de Estado y sociedad.
De su seno emerge el Primer Ministro, que ejecuta la voluntad de la mayoría popular representada en el legislativo, el cual lo somete a controles y equilibrios institucionales.
Por el contrario, un sistema de gobierno presidencial deposita en el Presidente las atribuciones formales que le permitan conducir, en la relación con los otros poderes, la política general del Estado.
Desde luego, ya se sabe que no hay sistemas puros sino mixtos, que combinan características.
Además, hay que considerar que las facultades y competencias formales van acompañadas por una serie de prácticas informales que hacen de alguno de los sujetos políticos o de varios el factor predominante en las relaciones de poder.
Esto es aún más marcado en países como México, en donde las prácticas políticas informales llegan a prevalecer sobre las reglas formales fijadas en la normatividad positiva, lo cual se nutre de una cultura social no menos informal y práctica.
En el México independiente del siglo 19 y primeras décadas del siglo 20, los poderes legislativos locales y federal fueron formal y realmente más fuertes que el Presidente.
Por ello, el incentivo para el caudillaje, la dictadura y el personalismo, más o menos constitucionales, de Santa Anna, Juárez, Díaz y hasta Carranza, Obregón y Calles se mantuvo vigente.
La fundación del Partido Nacional Revolucionario en 1929 y las reformas del año 1933 para cancelar la reelección inmediata de legisladores y alcaldes fueron claves para invertir la correlación política en favor del Presidente.
Este, al fin, pudo controlar poco a poco a toda clase de poderes y hombres fuertes regionales y nacionales, y aun oponerse a potencias extranjeras.
Esa fue la fórmula para garantizar décadas de estabilidad política, desarrollo económico, justicia social y hasta identidad cultural.
Esa época concluyó con el sexenio de Ernesto Zedillo en 1997, cuando se intensificó la pluralidad, alternancias, gobiernos divididos y poder fragmentado y capturado. Incluso regresaron las elecciones al Distrito Federal.
Ante semejante condición, más bajo crecimiento económico, alta desigualdad y confusión identitaria –entre iberoamericanos y norteamericanos–, la tentación del personalismo presidencial está de regreso y, conforme con la liturgia mexicana del poder, está a la vista de quien lo quiera ver.
Peña Nieto no debe ser de ningún modo minusvalorado. Su eficacia política hasta ahora ha sido sobresaliente. Y seguramente cree que lo será. Leamos rápido.
La coalición real de gobernadores y expresidentes priistas y neopanista liderada por Peña Nieto ganó la elección de 2012 ante un Presidente panista débil.
A lo largo de cinco años, el Presidente logró históricas reformas estructurales y control suficiente del Congreso federal e instancias locales. Aunque el costo de sus propios descuidos y errores le pasaron factura, aún se verá si puede salvar su posición.
Ante el escenario electoral presente, favorable a la coalición liderada por López Obrador, el factor presidencial debería –no se sabe si podrá– seguir siendo muy influyente.
La competencia y el resultado dentro del proceso electoral depende y dependerá, en buena medida, de la contienda entre Presidente, expresidentes y sus respectivos aliados.
Si el Presidente Peña Nieto ha sido tan pragmáticamente eficaz, pese a todo, aún el triunfo de López Obrador le podría resultar comparativamente más conveniente que cualquiera otra opción.
Colocarle la banda presidencial al tabasqueño también haría historia.
En el fondo, la decisión final reside en la soberanía del pueblo y su ejercicio ciudadano:
Reponer una forma actualizada pero ya conocida de hiper-presidencialismo, o bien, continuar intentando consolidar la democracia pluralista con presidencialismo parlamentario y gobierno de coalición.