Historia de una hacienda africana
La derrota obliga a los partidos a una profunda y seria evaluación de su situación.
Para el PAN y PRI la magnitud de la adversidad no se reduce a la contienda que concluyó.
Su crisis, no solo por es por los votos, más que todo es resultado de la pérdida del proyecto de origen y viene de tiempo atrás.
Dos partidos históricos, casi centenarios que miran a su pasado entre la nostalgia y el orgullo.
Su único destino posible es reinventarse, tarea nada fácil, peor para el tricolor que nació del poder, no para representar.
El PRD ha desaparecido.
Sobrevivió marginalmente con el generalizado trasvase hacia Morena.
López Obrador les ofreció el mayor anhelo y les cumplió: alcanzar el poder.
Una pérdida para el país y para la izquierda democrática.
Careció de base social suficiente para acometer los retos a futuro.
Lamentablemente, en México no alcanzar 3% de los votos significa la muerte para la organización que se supone vive de una causa y de una militancia comprometida, sin requerir permiso de la autoridad, como en su momento y antecedente más remoto fue el Partido Comunista Mexicano.
El sistema de partidos se transformó, se volvieron además de electoreros dependientes de los privilegios económicos.
Las elecciones también se transformaron en concursos de popularidad sustentados en el dinero; la corrupción fue generalizada y la compra de votos práctica común.
Aunque ahora el voto cuenta y se cuenta hay un déficit amplio de ciudadanía, además de una presencia arrolladora del dinero ilegal.
Nadie puede sentirse ajeno al problema, porque el que no paga no gana.
Desde luego, a mayor acceso a los recursos públicos mayor el dispendio y el potencial de ganar.
El dinero en las campañas no decide, pero excluye, margina y en determinadas circunstancias puede ser definitorio.
Seguro que la reforma futura al régimen de los partidos habrá de eliminar los recursos económicos que sus burocracias reciben, si transita el criterio del Tribunal Electoral de la sobrerrepresentación por partido y no por coalición.
Se volvieron adictos al dinero, con la consecuente merma de su capacidad política y electoral.
Los partidos cercanos al poder político no tendrían mayor problema, sus finanzas se resuelven, buena y malamente, por su acceso a los recursos púbicos.
La inercia hacia el partido único con dos socios incondicionales, como en el pasado lejano, sería abrumadora, la duda es si el PAN continuaría como la opción digna y respetable de aquellos tiempos, que no ganaba elecciones, pero construía ciudadanía.
Sería del todo conveniente que en el nuevo régimen la condición de partido político no se vinculara o condicionara al resultado electoral, sino como en su origen, a la libertad de asociación y permitir que el pluralismo adquiera carta de naturalización a partir de la diversidad social y de la dinámica de la nueva sociedad mexicana.
Como quiera que sea, el país ya no es como el de hace setenta años, no cabe en una sola organización política.
La pretensión de partido único con socios a modo carece de sentido en el México diverso, plural y dinámico.
La elección fue una derrota apabullante, pero 42% de Morena no es licencia para asumirse como el mandante único de los destinos del país.
Además, el actual consenso hacia una fuerza y un líder es precario, difícil de reproducirse en el tiempo, más con los problemas que enfrentará quien gobierne en la gestión que ahora se perfila.
Las mayorías abrumadoras no son el signo de los tiempos futuros y el inevitable conflicto social debe canalizarse a través de la pluralidad en elecciones razonablemente justas, si se quiere una salida civilizada.
El diseño de la representación democrática en la Cámara de Diputados no previó de la mejor manera y con claridad cómo evitar que una sola fuerza por sí misma pudiera cambiar la Constitución.
La sobrerrepresentación no consideró a las coaliciones y por allí se ha colado el gusano autoritario para asegurar el dominio de la representación política de un proyecto único y ahora decidido a moldear al país a su manera.
Si la omisión de la falta de proporcionalidad en el voto y en la integración de la Cámara no es resuelta por el Tribunal Electoral del Poder Judicial con un sentido genuinamente democrático, esto es, aproximar votos a diputados, será la llave para la construcción del régimen autoritario.