Día -7. 2024-2030: el verdadero poder en Morena-Andy-Palenque
En las dos primeras entregas de esta miniserie de tres abordé la obra de Chinua Achebe, el escritor nigeriano que reveló al mundo los entresijos de un pueblo geográficamente antípoda del mexicano, pero que tiene con nosotros similitudes conmovedoras.
Esta es una de las maravillas de la literatura: nos confirma como un todo cósmico, rompe el espinazo de los nacionalismos y patrioterías ramplonas que pretenden envasarnos en contenedores herméticos y aislados.
Ignoro si Juan Rulfo conoció la obra de Achebe o si leyó los alucinantes relatos del yoruba Amos Tutuola, pero no tengo duda de que se hubiera encontrado a sus anchas en esos territorios.
Termino este atisbo a la literatura africana con una mención al autor de Caitaani Mutharaba-Ini (Diablo crucificado), Ngũgĩ wa Thiong’o.
Quise despertar el interés de mis lectores en esta República de las letras (Musacchio dixit) en donde la sola mención de algunos nombres habla de tierra de gigantes: Senghor, Gordimer, Soyinka, Mahfuz, Coetzee, Dib, Totuola, Knpfli, Craveirinha, Beti, Abrahams, Oyono, Awoonor, Okara, Conton, Neto o Shaaban.
La presencia de Thiong’o impone. Tiene el rostro alargado cual máscara y sus ojos inescrutables parecen engastados en cuencas de obsidiana. Su expresión enigmática arropa un talante afable… y una voluntad de hierro.
Cuando Thiong’o y su esposa volvieron a Kenia tras 22 años de exilio, unos rufianes asaltaron su domicilio. A él le quemaron el rostro con cigarrillos encendidos. A ella la violaron. Esta fue la bienvenida que recibió el matrimonio a su regreso a la patria.
Aunque poco o nada nos diga su nombre en estas latitudes, Ngũgĩ wa Thiong’o es una de las cumbres de la literatura africana y universal y un ser humano excepcional. Hoy es profesor distinguido de literatura comparada en la Universidad de California.
Nadie en Kenia cree que la agresión de que fue víctima haya sido un caso más del ambiente de crimen y violencia que vive el país. Los libros de Thiong’o están prohibidos desde que en 1977 el “padre de la patria” Jomo Kenyatta y su vicepresidente Daniel arap Moi lo encarcelaron y desmantelaron el teatro al aire libre en el que se presentaba su obra Me casaré cuando yo quiera, que habla de la injusticia y la inequidad en aquella nación.
El arresto fue al amparo de un “decreto de seguridad pública”, pues a los ojos del gobierno, en Kenia el teatro y la literatura independientes son instrumentos de disolución social.
Como se ha visto a lo largo de la historia una y otra vez, en un régimen autoritario la primera víctima es la inteligencia; la segunda, la verdad. Luego se asesina al sentido del humor y se entroniza en su lugar a Don Gracejo Político.
Juzgue el lector si no: Thiong’o publicó una novela inspirada en una leyenda kikuyo en la que un luchador social, Matigari, jura alzarse en armas para lograr la independencia del país.
Al popularizarse el libro, las autoridades se alarmaron y expidieron una orden de aprehensión en contra del “agitador revolucionario Matigari” por “conspirar para derrocar al régimen”. Podría uno morirse de risa con el cuento… de no haber sido por el baño de sangre que le siguió.
A consecuencia de aquel proceso, el escritor estuvo encarcelado sin juicio durante un año. Al salir de prisión supo que había sido destituido de su cátedra en la universidad. Durante los años siguientes él y su familia fueron sistemáticamente hostigados.
En un rasgo que define su personalidad, a pesar de la represión Thiong’o decidió permanecer en su tierra y seguir publicando hasta que las circunstancias lo obligaron a exiliarse en 1982, primero a Inglaterra y posteriormente a Estados Unidos.
Pero al abandonar la cárcel, en una insólita y ejemplar decisión, dio un giro extraordinario a su vida: renunció al inglés, el idioma colonial en el que fue educado; al cristianismo, que fue su religión inducida; a los valores culturales de Occidente, e incluso a su nombre, que hasta entonces había sido James Thiong’o Ngũgĩ.
El fruto de esa revolución interna fue la primera novela moderna escrita en kikuyu, su idioma materno: Caitaani Muthara-ini (Diablo crucificado), publicada en 1980, con la que clava definitivamente la tapa del ataúd sobre su pasado colonial.
Diablo crucificado tiene además el interés de que fue escrita en prisión, sobre tiras de papel sanitario.
Thiong’o “planteó que la literatura escrita por africanos en un idioma colonial no es literatura africana, sino ‘literatura afro-europea’ y que los escritores deben utilizar su propia lengua para dar a la literatura africana su propia gramática y genealogía”, dice Jennifer Margulis.
En el adiós al inglés que fue su Descolonización del espíritu publicado en 1986, el propio Ngũgĩ define al idioma como el instrumento que los pueblos tienen no sólo para describir el mundo, sino para comprenderse a sí mismos.
Para él, el inglés en África es una “bomba cultural” que acentúa el proceso de borrar la memoria de la cultura e historia precoloniales y un mecanismo eficiente de nuevas e insidiosas formas de dominación.
En palabras de Margulis: “El escribir en kikuyo, entonces, no es sólo una manera de dar voz a las tradiciones kikuyu, sino también de reconocer y comunicar su presente. Ngũgĩ no está interesado primordialmente en la universalidad […] sino en preservar la especificidad de los grupos. En general, Ngũgĩ recuerda que la lengua y la cultura son indivisibles, y que por lo tanto la pérdida de aquélla tiene como consecuencia la pérdida de ésta”.
Este sentimiento puede explicarse mejor con una pequeña muestra de su literatura. En traducción libre mía, un fragmento de “El mártir”, incluido en Literatura africana, edición de Lennart Sörensen de 1971:
De nuevo cantó el búho. ¡Dos veces!
-Una advertencia para ella –pensó Njorege.
Y de nuevo todo su espíritu se inflamó de odio, odio en contra de todos los de piel blanca, los extranjeros que habían desplazado a los verdaderos hijos de la tierra de su hogar sagrado.
¿Acaso no había Dios prometido a Gekoyo que daría toda la tierra al padre de la tribu –a él y a su descendencia?
Y ahora toda la tierra había sido arrebatada.
Ngũgĩ wa Thiong’o nació en 1938 en la congregación de Kamiriithu en el distrito Kaimbu, una zona conocida como “la meseta blanca” en la Kenia colonizada por la pérfida Albión. Fue el quinto hijo de la tercera de las cuatro esposas de su padre, un agricultor que fue degradado a jornalero a raíz de un decreto imperial británico en 1915. Su tribu, los kikuyu, son el mayor grupo étnico de Kenia.
La infancia y adolescencia transcurridas en una suerte de esquizofrenia cultural marcarían la obra de Thiong’o, kikuyu-africano y occidental-cristiano, educado en una escuela inglesa y en las universidades de Makerere en Kampala (Uganda) y Leeds (Inglaterra); un hombre tribal heredero de una cultura enfrentada al occidente, despojado de su lengua e inserto en el mundo del colonialismo como catedrático en universidades estructuradas conforme al modelo europeo.
Por esa razón sus novelas se nutren del conflicto cultural derivado del papel del cristianismo, la educación en inglés y la creciente opresión de los kikuyus y otros pueblos africanos a manos del colonialismo europeo. De esa época son No llores, criatura, El río que divide y Un grano de trigo.
Hay otro dato que nos ayuda a entender el ambiente, los personajes y la textura de la obra de Thiong’o: la participación de su familia en la rebelión de los mau mau, el movimiento nacionalista contra el dominio británico provocado por la expropiación de tierras. Su hermano mayor era militante y su madre fue torturada por esa causa. Un hermanastro murió en la campaña.
Un grano de trigo, título que alude al tema bíblico del sacrificio para la resurrección (“a menos que muera un grano de trigo”) es la historia del heroísmo de un hombre y su búsqueda del delator de uno de los dirigentes mau mau. Los hechos tienen lugar en una aldea que es destruida en la guerra, como lo fue el propio pueblo de la familia de Ngũgĩ.
En la vida real, cuando la rebelión fue sofocada en 1956, habían muerto once mil rebeldes, mientras que ochenta mil niños, mujeres y hombres kikuyu fueron encerrados en campos de concentración. Perdieron la vida más de cien europeos y unos dos mil africanos leales al imperio inglés.
La vida y obra de Ngũgĩ tiene grandes semejanzas con el nigeriano Chinua Achebe y una diferencia fundamental: mientras que este es el primer escritor africano que pone el inglés al servicio de lo africano, aquel denuncia el uso del idioma colonial como un Caballo de Troya cultural y regresa al kikuyo de su pueblo.
Apunto para mi propia tranquilidad que en una paradoja inversa, las editoras de la metrópoli se apresuraron a traducir del kikuyu al inglés la obra de Ngũgĩ, gracias a lo cual goza de un gran mercado entre los públicos sajones e hizo posible que en otras partes del mundo se le conociera.
Algo que me resulta particularmente atractivo de la propuesta de Ngũgĩ es lo que pudiera tener de ejemplar para nuestra propia literatura, guardadas las proporciones.
Imaginémonos por un momento que un poeta totonaco o un escritor maya renunciaran a escribir en español y dijeran al mundo (mexicano): “Si quieren leernos… aprendan nuestro idioma… ¡o promuevan traducciones al castellano!”
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