Padre Marcelo Pérez: sacerdote indígena, luchador y defensor del pueblo
El destino de un libro es misterioso,
sobre todo para su autor
Alberto Manguel, Una historia de la lectura
San Martín por la secundaria en la colonia Margarita Maza, segunda sección, entre las colonias Hidalgo y Moctezuma, por la escuela primaria Policarpo T. Sánchez y la secundaria 106, hay un patio que se abre –colinda- a las faldas de Monte Albán.
Allá crecieron dos hermanos, una niña y un niño, Carmen y Alejandro, acompañados por su perro Brandon -el Bull terrier con pelambre atigrado que los cuida.
Por la noche se mantiene alumbrada una ventana de la casa, el padre de los niños trabaja en su escritura, levanta historias en compañía del silencio y del frío que desciende del monte sagrado.
Las letras nos llevan a las atmósferas cordiales, porque emergen en tiempos de calma, pasados ya los hechos que narran.
Aunque la zona es insegura, hay asaltos, crímenes, delincuencia organizada, pendencias, los vecinos del solar duermen tranquilos sabedores de que el padre de los niños trabaja hasta el amanecer y en caso de peligro dará la voz de alerta.
El señor se gana la vida con su escritura, inventa historias que hace imprimir en ejemplares que sale por la mañana a vender en el centro.
En la periferia de la ciudad hay gente que suelda o arregla autos, repara pisos o instala ventanas de aluminio, que prepara moles y verduras, que cocina garnachas y tamales de elote, prepara algodones de azúcar y globos con gas neón, el padre de los niños vende historias.
-Brandon, retírate -dijo Carmen.
Y el obediente can se aleja.
Las mañanas de diciembre corren frías, con mejillas encendidas y castañear de dientes. Los hermanos salen al patio y juegan a poner nombres a plantas, flores y piedras.
Al mediodía se escuchan los cohetes que llaman a la fiesta de la virgen de Juquila, a la celebración de la Soledad.
La niña entra a casa y desarregla su caja de vestidos, viste de blusa y falda a su fiel perro Brandon.
Cuando se enfada de jugar a las muñecas con el perro, Brandon no abandona su posición de alerta, Carmen se pone a dibujar en el cuaderno de hojas blancas. Aparecen dibujos de delfines, estrellas de mar y olas de encendidos rizos.
Antes de dar el beso de las buenas noches, Carmen dijo a sus padres: “anoche escuché el mar”.
Los padres de los niños los arropan bien, la pequeña a últimas fechas presentó un ligero catarro. Terminaron de levantar la mesa, lavar los trastes. La madre se fue a la cama con un libro en la mano, le faltaban las últimas páginas de una novela de García Márquez, el padre se sentó frente al escritorio.
En el más profundo silencio pasaron los minutos. Peleaba por levantar la historia de la reconstrucción del quiosco de la ciudad, en el jardín de la Constitución.
A los signos que el arquitecto encargado de la obra mandó grabar sobre la piedra de cantera, círculos y cubos, el padre agregó para su historia ramos de claveles y coronas de laurel.
Sostenía que, al final de cuentas, la historia de las ciudades se construye con elementos que los ciudadanos llevan en la cabeza.
El trabajo concentrado lo llevó a beber varias tazas de café. En el patio Brandon velaba acompañado de una pata de pollo. La luna y las estrellas atravesaron Monte Albán, sonrojadas por la aparición de las estrellas fugaces que cruzaron sobre las piedras de la ciudad antigua. En ese momento el padre sintió frío, para estirar las piernas se levantó y miró por la ventana, las ramas del guamúchil proyectaban una sombra serena sobre la calle de arroyo.
Fue entonces cuando recibió el olor del mar.
Volvió al escritorio.
Se metió al estudio de pleitos y venganzas, crímenes y traiciones que vivió la ciudad en la segunda mitad del siglo 19 hasta la llegada de Porfirio Díaz a la presidencia de la República.
Se enteró por las páginas de los libros de estudio de la llegada del tren, la gran fiesta de celebración por el alumbrado público y el servicio de telefonía.
Pudo imaginar el tranvía de mulitas, en los tiempos del arzobispo Eulogio Guillow, de la reconstrucción de la iglesia de San Juan, entró al estudio del pintor anónimo que con paciencia y rebeldía elaboró los cuadros de los Martiries de Cajonos. Los pleitos entre fracciones políticas hacen más bello el territorio de las ciudades, porque las dotan de un pasado de gloria.
Cuando leía sobre el juicio de herejía que levantaron los fiscales de la iglesia y el pueblo contra un grupo de vecinos, escuchó el rumor del mar.
Primero llegó de forma ligera, como en un sueño.
Luego resultó innegable, como cuando llegan los días de la dicha.
Fue a la ventana, en la calle reinaba la oscuridad, pero hasta la ventaba llegó el canto de las olas sobre la brisa marina. Pudo ver una playa de arena dorada.
Sin perder el tiempo salió del cuarto de trabajo.
En la cocina encontró a su pequeña hija Carmen, acompañada por Brandon, la fiera que la protegía.