Llora, el país amado…
CIUDAD DE MÉXICO, 22 de septiembre de 2019.- Una mañana de primavera hace más de 30 años, coincidí en el vestíbulo de la Cancillería en la torre de Tlatelolco con Félix Fuentes, ya entonces un viejo reportero. Tomamos el elevador. En el trayecto hablamos de Manuel Buendía, asesinado unos años antes en circunstancias que hoy permanecen oscuras.
Félix, quien se formó en La Prensa, me confió que lamentaba haber estado en el bando de los cooperativistas que organizaron el golpe de mano que echó a Buendía de la dirección editorial del diario. Buendía había sacado al rotativo del cieno de la nota roja para llevarlo al ateneo de los grandes periódicos nacionales, hazaña no menor.
Recuerdo sus palabras: “No supe entender su proyecto. ¡Él hubiera hecho de mi el mejor de los periodistas!” Luego guardó silencio. Llegamos al piso de la conferencia y nunca lo volví a ver.
Recordé a don Félix porque hace unas semanas presentó un libro, titulado “¡Reportero!”, en donde imagino narra sus andanzas en el oficio y en las redacciones. En el evento, el columnista de 86 años reconoció en Buendía a su maestro en el oficio. “Me recibió como él era, con sus grandes gafas oscuras y un sarcasmo que sólo él tenía”, reporta El Universal.
Las notas no dicen si también reveló su participación en la conjura en contra de su director, pero habla bien de él que lo recuerde como mentor. Todavía andan por ahí exreporteros de La Prensa que en aquellos años se amotinaron contra el inflexible profesionalismo de Manuel Buendía. Ganaron y su recompensa fue un gris desempeño profesional.
¿Qué tenía Manuel Buendía que tanto escozor levantaba en aquellos jóvenes? Como director, nunca cejó en su empeño por impulsar un periodismo sustentado en información investigada y comprobada, limpia prosa y ética inquebrantable. Era un jefe generoso, pero también implacable.
En interés de la historiografía y para refrescar la memoria de algunos viejos periodistas, recupero porciones de comunicados con los que en 1963 acicateaba a los redactores de La Prensa para alcanzar la excelencia profesional. Pero como esto suponía trabajo, sudor y lágrimas, deberes no siempre bien recibidos, una asamblea de la cooperativa lo puso de patitas en la calle.
Jefatura de Información
La Jefatura de Información tiene la obligación básica, elemental, de echarse a la búsqueda de asuntos que resulten informaciones exclusivas para La Prensa. Esto todos los días. Pero, además, debe vigilar que los redactores que trabajan el domingo tengan para este día un asunto especial.
Resulta imposible “inventar” este asunto el mismo domingo o siquiera el sábado. Así no es posible escribir jamás algo que valga la pena. No señores. Todos los que estamos aquí hablamos el mismo lenguaje profesional y estamos perfectamente de acuerdo en que los asuntos especiales se piensan, se trazan, y se trabajan con varios días de anticipación. Y tampoco nos vamos a leer, entre gitanos, las líneas de la mano unos a otros. Es decir: ningún redactor podrá engañar al Jefe de Información o, al Director, presentando notas de boletín como el “asunto especial” que se ordenó; y tampoco, la noticia -NOTICIA, insisto- puede ser sustituida por un guiso casero… y peor aún cuando ese guiso ni siquiera es original sino tan sólo un refrito. Abandonemos, pues, el refugio de las disculpas o de las mañas del oficio y entreguemos nuestro esfuerzo -nuestro permanente y gran esfuerzo- a mejorar la información de nuestro diario. Les ofrezco que la Dirección estará particularmente atenta al cumplimiento de los señores redactores que trabajan el domingo.
Dimensiones y calidad de las notas
Más de una vez, y con vehemencia, les he pedido ayuda permanente para resolver los problemas de espacio. Desgraciadamente debo admitir que la mayoría sólo se preocupa de esto durante unos días, y después… vuelven a las andadas.
Hemos dicho: grandes notas, sí; notas grandes, no.
Todos saben cuáles son y por qué existen las presentes limitaciones de espacio. No voy a extenderme, pues, en este punto. Pero aun cuando no se dieran esas circunstancias, aun cuando el espacio nos sobrara, protesto a ustedes que jamás decidiría atiborrar el diario de notas descomunales, jamás resolvería yo sustituir la calidad por la cantidad.
He enviado a ustedes cartas en que se examina el aspecto de técnica de periodismo referente a la brevedad y a la concisión. He dicho con toda claridad que nadie les pedirá nunca que supriman los datos importantes de una información; vamos: ni siquiera los datos un tanto secundarios, pero que prestan vivacidad a la narración, o que dan el toque ágil, etcétera. Sería una monstruosa necedad la del que se atreviera a decir que, por acatar esta orden de la Dirección, su nota desmereció ante la de otros diarios. Repito: sólo un necio podría afirmar esto. Y no sólo merece ser llamado necio, sino incompetente, por que quien carezca del poder de síntesis no puede ser llamado periodista.
Formación profesional
Es preciso, señores, que cada uno de nosotros admita francamente lo que, por otra parte, es realidad ineludible de nuestra profesión: el periodista no termina de hacerse. Nuestro perfeccionamiento es brega cotidiana. Hasta el último día de nuestra existencia estaremos transformándonos. Es un mentiroso ególatra el que afirme que ya alcanzó la cumbre de su perfección y que desde ahí va a ejercer el magisterio sobre inferiores que lo rodean, o que a su torre de marfil no puede llegarle una sola amonestación, un solo señalamiento de imperfecciones.
¿Qué debemos hacer para transformarnos en buenos redactores, o de buenos en mejores? ¿Cuál es el camino para adquirir un estilo vigoroso y ágil? ¿En qué consiste el secreto para superar las imperfecciones -grandes o pequeñas- de nuestro estilo actual?
Bueno, la verdad es que todos conocemos el camino y el secreto. Partamos de que el estilo es parte imitación y parte creación. En otras palabras: no hemos inventado nada; pero sobre cimientos que consideramos dignos de adoptar, hemos edificado lo propio, lo que lleva impreso el sello de nuestra personalidad.
Cuando empezamos a escribir, lo hicimos siguiendo -consciente o inconscientemente- un molde, a veces íntegro, a veces formado por fracciones de varios. Y a veces, con el transcurso del tiempo, es ya imposible precisar cuál fue la influencia dominante que recibimos, o las fuentes originales en las que abrevó nuestro estilo. Pero lo cierto es que esas fuentes, esas influencias, están ahí, inmersas en nuestro modo particular de manejar el lenguaje.
Creo que, si esto es así, debemos mantener el espíritu sensible y en contacto con los modelos que ahora -con la experiencia adquirida- podemos seleccionar mejor, a la luz de nuestros propios conocimientos, para tomar -no servilmente, sino con instinto creador- aquellos datos primarios, aquellos gérmenes, que se transformarán más tarde en frutos de nuestro propio árbol.
Dominio de la técnica periodística
El solo hecho de ser redactor de La Prensa presupone el conocimiento y dominio de la más depurada y moderna técnica periodística.
En efecto, ¿quién de ustedes ignora cómo debe redactarse la entrada de una nota?
Sin embargo, he venido observando que algunos de ustedes abandonan con frecuencia las normas bien sabidas de objetividad, concisión, fuerza expresiva, etcétera, para caer en formas o estilos fofos, desvaídos, y, en suma, totalmente impropios del tipo de periodismo que estamos obligados a practicar todos los días y en cada una de nuestras notas.
Este vicio del estilo determina un decaimiento general en las informaciones y coloca a nuestro gran diario en eventual desventaja frente a un competidor que publicó las mismas notas pero cuidadosamente redactadas.
Además -y es lo que quiero destacar en esta ocasión- ¬tal deficiencia en la redacción representa un peligro constante. Una nota mal hecha, en la cual ni el primer párrafo ni el segundo expresa lo fundamental de la noticia, puede fácilmente inducir a error al encargado de determinar la importancia que debe darse a una nota en el formato del periódico.
Expliquemos: el Director -que lógicamente no dispone de tiempo para leer hasta la última línea- examina el primer párrafo y acaso el segundo. Con esto, él cree haber captado la importancia de la nota y procede inmediatamente a señalar el sitio que ocupará: segunda plana, tercera, décima… o el cesto de la basura.
Pero, ¿qué sucede cuando un ingenioso redactor decide jugar a las escondidas? Puedo contestar relatándoles lo que me ocurrió hace un par de semanas; eché al cesto una información que al día siguiente -¡oh, vergüenza!- vi destacada en los demás periódicos. Y es que nuestro ingenioso redactor -según comprobé al revisar tardíamente la nota, de principio a fin- había escondido lo importante de la información… ¡en la segunda o tercera cuartillas!
Convengo en que a veces los redactores nos enfrentamos a verdaderos problemas de información. Llegamos al periódico con hojas y más hojas de apuntes y nos sentimos naufragar en un embravecido mar de datos a cuál más importante y llamativo. ¿Qué hacer en esos difíciles momentos? Una sola cosa: meditar antes de escribir nada.