Día 23. Por oportunismo, crisis en Ciencias Políticas de la UNAM
Julio Santoyo Guerrero | Opinión
CIUDAD DE MÉXICO, 10 de noviembre de 2019.- La idea del cambio tiene buena prensa. Más aún cuando una sociedad reconoce que los problemas que padece deberían ser resueltos para dejar de padecer por ellos. Y cuando el agobio es intolerable, porque al paso de los años o se sigue en la misma rutina o se agrava el malestar, la urgencia del cambio crea todo tipo de imaginarios con sus respectivas vías.
La acción política es la plataforma privilegiada desde la cual se ofrecen narrativas de cambio. Son el medio necesario para consensuar y legitimar transformaciones en diferente direcciones según la justificación ideológica.
El ejercicio del poder, de manera inevitable, siempre desgasta y en una democracia en la que es sólido el ejercicio de la crítica y la competencia política la idea de cambio siempre tendrá como referente al cual negar la acción y la narrativa de quienes lo están ejerciendo.
Como en pocas ocasiones se había visto, en el México democrático de las últimas tres décadas el ofrecimiento de un cambio de fondo, tuvo una aceptación generalizada en la sociedad.
Tal aceptación no sólo entusiasmó a quienes se constituyeron en el voto mayoritario que decidió el destino del ejecutivo y legislativo federales, semejante entusiasmó, desde otra perspectiva, incluyó a quienes sufragaron por las opciones no mayoritarias.
La disputa por la oferta del cambio llevó a los protagonistas que aspiraban al poder a ofrecer perfiles profundos en su discurso transformador. Entendían que no podía ser de otra manera. Una sociedad irritada, decepcionada y con el hartazgo hasta el copete, examinaba cada discurso y a cada participante para elegir a quienes mejor representaran su decepción y enojo.
Quienes obtuvieron el respaldo del voto debieron estar convencidos, desde el primer momento, de que las palabras usadas para persuadir y encantar a sus escuchas no podían quedarse pululando en el aire y que debían proceder a la acción inmediata.
Si pretendían mover al país al cambio prometido tenían urgencia para ponerse en macha. El retraso, lo sabían y les angustia ahora, podría revertirse y constituirse en factor de desgaste. El problema es que en el duelo de ofrecimientos políticos literalmente se ofreció el paraíso, un mundo utópico, lejos del alcance de las condiciones y medios sociales, culturales, económicos y políticos de que disponían.
Los medios y los tiempos no han sido suficientes para lograr los cambios que los electores esperaban ver. Ni siquiera han podido contener o congelar los indicadores negativos en los campos que siempre fueron preocupación en los gobiernos pasados.
Economía, salud, educación, ciencia, seguridad, energía, obra pública, etcétera, parecen rebelarse y retroceder con las políticas públicas que se han decidido.
La narrativa de cambio que se propuso, y que se condensa en la ideología de una histórica cuarta transformación, está atorada, y el flanco más vulnerable expuesto es el de la ética y la moral. Un flanco, que habrá que decirlo, siempre ha sido la piedra con la que ha tropezado la izquierda.
El segundo flanco debilitado tiene que ver con el diseño y eficacia de las políticas decididas. Sólo para efectos de triunfalismo parlamentario les está sirviendo la mayoría legislativa, que sin mayores obstáculos logra hacer aprobar casi cualquier cosa. El problema central radica en la eficacia de los resultados que esas políticas alcanzan.
El gobierno federal sabe que va contra el reloj. Sabe que existe una sociedad desesperada y exigente a la cual le ofreció el paraíso por decreto. Un paraíso que debía realizarse de inmediato, con componentes muy claros: mejora de la economía, paz y trabajo para todos, salud como en los países nórdicos, educación de calidad, abatimiento del capitalismo de cuates, cero corrupción, fortalecimiento de los equilibrios democráticos, independencia de poderes, respeto a las libertades democrática.
Tendrá que reprogramar el reloj, como ya lo está sugiriendo, con todo el costo que esto supone, toda vez que su estatura moral la fincaba en una expresión vital: jamás mentirle al pueblo.
Tendrá que repensar el diagnóstico de los más graves problemas que le duelen a la gente, como el de la seguridad, que tendrá que incluir un cambio de modelo paradigmático de interpretación porque el que se emplea ha demostrado su inutilidad.
Tendrá que repensar la estrategia centralista con la que se decidió gastar el presupuesto público porque está visto que por esa vía no se va al paraíso sino al infierno por la magnitud de los problemas que emergerán desde los estados y los municipios.
Los excesos suelen ser irracionales y en política se pagan a un alto costo. El paraíso no se tiene por decreto.
Enamorar a los electores con un discurso de cambio paradisiaco, voluntarioso, sin las plataformas operativas necesarias, golpeando actores sociales a diestra y siniestra, y despertar expectativas que están fuera de la realidad es un hecho que ya está siendo juzgado por una sociedad que siempre le repugnó ser engañada.