Llora, el país amado…
El ogro filantrópico vuelve en grande al escenario nacional. Ocurrió en 2018 y se confirmó en 2024. Su regreso arrollador tiene como sustento los votos.
En ambos casos el triunfo es irrefutable, a pesar de la documentada y evidente violación del Jefe de Estado a su código de imparcialidad a lo largo de su gestión.
Sin embargo, se advierte un futuro no exento de incertidumbre y desafíos porque el inevitable sometimiento del Congreso conlleva arbitrariedad y la aprobación de reformas que alteran la lógica democrática en sus fundamentos como es la certeza de derechos.
El triunfo adquiere relieve por los nuevos términos de la realidad.
El gobierno del PRI se construyó a partir de dos elementos ahora inexistentes: primero, la necesidad de dar una salida política a la competencia por el poder, evidente al momento de la sucesión presidencial y, segundo, una sociedad mayoritariamente rural y desmovilizada.
Conforme el país se transforma el régimen del presidencialismo autoritario se vuelve disfuncional. La crisis de representación llevó a la democracia electoral, primero con un gobierno dividido en 1997 y tres años después a la alternancia en la presidencia de la República.
La liberación del mercado y la apertura económica por la vecindad y la globalización antecedieron a la democracia.
El país de la alternancia era significativamente distinto al de 1976 cuando inició el impulso reformador abriendo la puerta de la representación política a los partidos.
En lo fundamental el país hoy no es muy distinto al de la alternancia hace casi cinco lustros; sin embargo, la mayoría de los mexicanos ha avalado con su voto la propuesta de un nuevo régimen fundado en la renuncia a la pluralidad, la división de poderes, a una Corte independiente y a órganos electorales autónomos.
La pluralidad persiste, PAN, MC y PRI, además de un PRD en extinción dan cuenta de 4 de 10 mexicanos si se mide en votos, casi los mismos que de Morena por sí mismo.
La elección de 2024 es irrefutable en sus resultados, opinable su mandato porque los números de los votos no otorgan una proporción de asientos para alcanzar la mayoría calificada, sino la asignación; es discutible que la sobrerrepresentación se aplique por partidos y no por coalición.
Debe recordarse que la reforma en la integración de la Cámara planteaba que una fuerza política no podría modificar la Constitución, aunque tuviera la abrumadora mayoría de los votos.
La trampa al integrar coaliciones, el fraude en las candidaturas de mayoría relativa y la confusión del INE y del Tribunal Electoral lleva a que Morena con poco más de 40% de los votos en la elección de legisladores pueda cambiar en su totalidad el edificio democrático.
Ya el Tribunal Electoral definirá la interpretación que deba darse al asunto de la sobrerrepresentación que, de aceptarse en la aplicación por partido y no por coalición, abriría la puerta al régimen autocrático. De cumplirse la iniciativa del presidente López Obrador, la pluralidad será eliminada y una fuerza electoralmente minoritaria tendrá el poder de modelar el régimen político, incluso a costa de sus socios el PT y PVEM, que la reforma volvería jurídicamente prescindibles y estarían a merced del favor de Morena. El regreso del ogro filantrópico implica, como en el pasado, la discrecionalidad presidencial y el partido dominante como factores de la lógica del poder.
En buena parte así ha sido a lo largo del gobierno de López Obrador, aunque acotado especialmente por una parte de los medios, la Corte y, en menor medida, por los órganos constitucionales autónomos, que el presidente ha combatido y está resuelto desaparecer.
La discrecionalidad presidencial y el abuso del poder hace a muchos suspirar por una nueva presidenta al margen de los excesos de su promotor; se anticipan cambios en las formas, irrelevantes respecto a los temas sustantivos: autocracia o democracia.
La presidenta Claudia Sheinbaum recibe un mandato holgado, ante una realidad compleja e incierta. Institucionalmente los márgenes de desempeño son mayores a los de López Obrador, pero la política y la economía no se agotan allí.
El objetivo para ella ya no es prevalecer, sino gobernar y la lógica de la polarización muestra fisuras relevantes a pesar del triunfo arrollador, además de que el presidente que concluye se vuelve disruptivo.
Conforme mayor poder, mayor la necesidad de mesura y prudencia, diferencia fundamental entre el presidente que se va y la presidenta que inicia.