Prohibir comida chatarra en escuelas, primer gran paso contra la obesidad
CIUDAD DE MÉXICO, 3 de noviembre de 2019.- No recuerdo la fecha exacta en que saludé por primera vez a Luis Suárez, pero guardo el más vivo recuerdo de la corriente de simpatía que conectó al reportero-grafrococo-tierno con el periodista de mil batallas. Lo admiraba de lejos y leía sus artículos en Siempre! cuando esa revista y El Día eran parte del bagaje de los estudiantes que deambulábamos por los jardines de C.U.
Quizá Manuel Buendía nos presentó. O lo conocí en una conferencia de prensa. Lo cierto es que al repasar mi vida profesional Luis está ahí, como fondo o en primer plano. Lo recuerdo en la capilla de Buendía -la misma en la que sus restos reposarían, con un día de diferencia en la fecha, 19 años después- silencioso y preocupado, el rostro más sanguíneo que de costumbre y la aguileña nariz perlada de sudor, entre León García Soler y Raymundo Riva Palacio.
Hace unas semanas se le rindió un homenaje en el pueblo sevillano que le vio nacer, Albaida del Aljarafe, desde donde partió a México perseguido por el franquismo. Aquí entre nosotros se reconstruyo en el periodismo y dejó un enorme legado: entrevistas con el Che Guevara, Allende, Krushev, Castro, García Márquez, Rigoberta, Saramago, entre muchos otros, además de crónicas de guerra y reportajes. Fue republicano español y fue mexicano.
De Luis me separaban treintaypico de años. Era uno de los robles a cuya sombra me acogí siendo un chamaco reportero impertinente, “que se la pasa jodiendo ¡sin siquiera tener edad para votar!”, como reclamara colérico un importante político priista en 1968 al subdirector del diario capitalino en el que me inicié.
Pertenecía a una generación de periodistas inteligentes, generosos e implacables, que tuvieron siempre tiempo para sus jóvenes colegas. Sólo exigían a cambio compromiso y disciplina… y, de ser posible, algo de talento.
Yo le llamaba el reportero más joven de México” porque hasta el fin de sus días no se dio pretextos para no cumplir con su trabajo y su firma no dejó de aparecer en diarios y revistas y sus créditos en radio y televisión.
Con los años nuestra cercanía se profundizó. Compartimos periplos con la Federación Latinoamericana de Periodistas, de la que era presidente y principal animador. Eran viajes de trabajo en donde Luis aniquilaba toda posibilidad de diversión que no fuera informativa. Si era un congreso, se apersonaba en todas las sesiones por más soporíferas que fueran. No dejaba nada para el otro día y, el colmo, se acostaba temprano sin tomar más que un par de güisquis ¡de una botella comprada en el duty free! ¿¡Qué clase de viajes periodísticos eran esos!?
En un congreso en Canelas, al sur profundo de Brasil, habrá sido en 1994 o 1995, el mandatario electo anunció un viraje de 180 grados. La seguridad era terrible. No habría entrevistas. Abandoné el recinto y me oculté en uno de los accesos, dispuesto a correr el riesgo a cambio de la exclusiva. Al aproximarse la comitiva oficial salté de mi guarida ante la alarma de los custodios… ¡y me pegué de frente con Luis Suárez, quien brincó, micrófono en mano, desde el lado opuesto! Ambos reporteábamos mientras los colegas convivían alegres en la tertulia, confiados en que el estadista no haría declaraciones.
Cuando terminamos el envío que sería las ocho columnas del día siguiente en México, regresamos al evento con cara del gato que se comió al ratón. Le dije a Luis: “Yo fui el reportero más joven de mi generación… ¡pero tú sigues siéndolo!”
Pocos viajaron como Luis. Los aviones, los autobuses y los barcos fueron su segundo hogar. Una noche volábamos a Bolivia en el peor servicio de la peor compañía aérea del mundo y la nave perdió una turbina. En vez de bajar de emergencia en Panamá, en donde la aerolínea tenía adeudos, cojeamos a Colombia. A bordo de aquel armatoste que se zarandeaba como movido por la mano del demonio tenían lugar escenas de Bela Lugosi, pero Luis dormía catatónicamente. Y durante la histeria y motín que siguieron en territorio colombiano, él buscó un asiento para seguir en reposo.
Además tenía la maldita costumbre de andarse apareciendo por doquier, profesionalmente hablando. En el Ramadán de 1997 en Argelia, el gobierno y grupos fundamentalistas se enfrentaron y hubo una carnicería. Yo conducía un noticiario radiofónico nacional. Busqué y di con el legendario Ahmed Ben Bella, fundador del Frente de Liberación Nacional argelino, en su exilio suizo.
Ya me veía yo con los laureles del premio nacional de periodismo al primer reportero mexicano en lograr tal hazaña, cuando la quebrada voz en el auricular me regresó a la realidad: “Mais non, cher ami!…” Luis, el mismísimo Luis Suárez, lo había entrevistado para la revista Siempre! en 1950. Me consolé con una íntima y egoísta satisfacción: cuando Luis hizo la entrevista aún no obtenía la nacionalidad mexicana… y por lo tanto técnicamente yo sí era el primer reportero mexica en conversar con Ben Bella. Pero no me dieron el premio nacional de periodismo, carajo.
Comparto dos momentos de mi cercanía con Luis. El primero es de Cuernavaca después de un almuerzo de conejo y vino de la Rioja. El segundo con Omar Raúl Martínez.
Estábamos en el bello jardín de su casa. Con un acento hasta entonces desconocido en esa su voz aguda, y con el cuerpo medio encorvado, Luis me confió: “Al llegar a México, poco después del desembarco en Veracruz, con mis primeros salarios compramos una maleta para el regreso a España. Esa maleta estuvo guardada cuarenta años en un armario… ¡Y ahí sigue!” Luego alzó la copa de Rioja y bebió un trago largo y presuroso. En su mirada había un brillo saltarín.
El martes 27 de mayo de 2003, Omar Raúl lo buscó para recordarle la ceremonia del 19 aniversario del asesinato de Manuel Buendía en el monumento a Zarco el viernes siguiente. Tuvo lugar la siguiente conversación: “Le pregunté cómo estaba. Respondió que un poco mal y que entraría al quirófano al día siguiente. Le desee mucha suerte. Lamenté que no estuviera en la ceremonia y me respondió con voz pausada y firme: ‘¡Estoy con ustedes!’… Y con un timbre que jamás le había escuchado, añadió: ‘Omar, te quiero’… Sólo atiné a responder en hilo de voz: ‘Yo también, don Luis…’ Siento que así se despidió de nosotros”.
Luis realmente quería a Omar. Estábamos en su oficina, y al colgar el teléfono con el joven que por enésima ocasión le pedía su artículo para la Revista Mexicana de Comunicación, me dijo con una gran sonrisa: “Este Omar… ¡es más latoso que un zapato nuevo!”
Su hijo y su hija lo tienen cerca y él, en una pequeña urna al lado de la de su adorada Pepita en un jardín exuberante en Cuernavaca, seguirá viendo el país con esa mezcla de amor y angustia con la que lo vivió desde su llegada a bordo del Sinaia en 1939, joven capitán que en un momento de la travesía a Veracruz pudo preguntarse, a la manera del personaje de Luis Arturo Ramos, “Y ahora, ¿habré de decir México y no Méjico?”
Nunca te olvidaremos, querido Luis.
3 de noviembre de 2019
@juegodeojos
facebook.com/JuegoDeOjos
sanchezdearmas.mx