Cortinas de humo
CIUDAD DE MÉXICO, 28 de mayo de 2018.- Leo en los diarios y veo en los noticieros con frecuencia cotidiana que aparecen narcofosas a lo largo y ancho del país, que asaltantes armados acribillan la luz del día a quienes les oponen la mínima resistencia, que un asesino serial opera con rutina escalofriante a lo largo de una concurrida ruta de transporte popular y que, apresado, escapa en circunstancias fantásticas.
Y me percato, no sin agobio, que mi sentido del escándalo se ha hipotrofiado. Proceso la información numérica (tantos cadáveres allá, tantos acullá) mientras que el significado profundo de los hechos se va en automático a una zona de protección emocional en donde se fagocita, supongo que como parte de un mecanismo de defensa social. Sé que esto pasa en las guerras. Quien haya estudiado el comportamiento de los combatientes desde Crimea hasta Iwo Jima encontrará una constante: la tragedia se convierte en un dato cotidiano, pierde su carácter de amenaza, se diluye. Por eso los vivos pueden seguir en el combate. Las consecuencias vendrán después.
¿Y las jóvenes vidas absurdamente perdidas? ¿Y los agentes absurdamente muertos? En este sálvese quien pueda no parece haber cabida para una sincera introspección, para un mea culpa, para una reflexión sobre las causas profundas de la descomposición social. Creo que la crisis actual de México tiene que ver con una del lenguaje, como lo planteara hace 35 años, en circunstancias igual de difíciles, José Emilio Pacheco. Pero también con una crisis de los sentimientos.
Esta degradación de la convivencia social nos obliga a reconsiderar seriamente la idea de que la línea de la historia conduce hacia el progreso a medida que transcurre el tiempo.
Las estadísticas de sangre que han dejado de conmovernos me recuerdan el “Caso Genovese”, acaecido en Nueva York el 13 de marzo de 1964: Catherine Susan Genovese, llamada Kitty, fue apuñalada en la puerta del edificio donde vivía alrededor de las tres de la mañana, en el populoso barrio de Queens.
El lamento de Kitty fue desgarrador. Algunos vecinos escucharon, pero solo uno asomó y gritó al atacante: “¡deja en paz a esa muchacha!”. El asesino salió corriendo, pero regresó diez minutos después y nuevamente la apuñaló en repetidas ocasiones. Cuando Kitty estaba agonizando la atacó sexualmente, le robó 49 dólares y la abandonó en el vestíbulo del edificio donde vivía. Todo pasó en media hora.
Minutos después de que ya había huido el atacante, un testigo llamó a la policía que llegó junto con el auxilio médico. En el trayecto hacia el hospital Kitty murió. Las investigaciones de la policía determinaron que al menos 12 personas fueron testigos de los hechos. Uno de ellos se había percatado perfectamente de que estaba ocurriendo un asesinato y Karl Ross, el testigo que llamó a la policía, solo reparó en que se trataba de un ataque en la segunda ocasión en que el hombre apuñaló a Kitty.
Poco tiempo después fue capturado el asesino, Winston Moseley. Durante el juicio confesó haber dado muerte no solo a Kitty sino a otras dos mujeres a las que igualmente violó. El día del crimen besó a su esposa y le dijo que la amaba antes de salir a buscar a su víctima. Moseley describió detalladamente la forma en que había agredido a Kitty. Con la determinación de su perfil psicológico se estableció que era un necrófilo y fue condenado a pena de muerte. Cuando se le interrogó acerca del motivo por el que había dado muerte a Genovese, simplemente dijo que había sido “por el deseo de matar a una mujer”.
En 1967 la pena de muerte le fue conmutada por una condena de 20 años de prisión o cadena perpetua, debido a que el Tribunal de Apelaciones concluyó que Moseley era un enfermo mental. Más tarde, el asesino se provocó daños para poder salir de prisión. Cuando era trasladado a un hospital hirió a un guardia, y con un bat como arma logró tomar a cinco rehenes, a uno de los cuales atacó sexualmente. Después de ese episodio, Moseley regresó a prisión.
El asesinato de Kitty se volvió el símbolo de la insensibilidad de los testigos en un hecho de agresión sangrienta hacia un ser humano. Se le llamó “síndrome Genovese”.
Han transcurrido más de cincuenta años y no parece que la valoración de la vida y la solidaridad hayan evolucionado positivamente. Las notas diarias sobre muertes, decapitaciones, asesinatos a sangre fría y torturas parecen habernos llevado a un “síndrome Genovese” tropicalizado.
Las cifras son tan espeluznantes y se acumulan muertes con tal velocidad que no hay tiempo de dar nombre y rostro a los muertos. El anonimato de víctimas, victimarios y testigos -que somos todos lo que nos enteramos de las consecuencias de la violencia a través de los medios- conduce a la indiferencia. Es difícil saber si esa indiferencia es una suerte de cinismo o una medida de protección contra el miedo y el dolor.
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