El episcopado ante el segundo piso de la 4T
CIUDAD DE MÉXICO, 19 de julio de 2018.- Mientras el recambio administrativo en México toma forma y velocidad, parece que lo único que alimenta la incertidumbre es el alarmismo. Las profecías apocalípticas preelectorales fueron conjuradas -hasta el momento, porque ese es el misterio de las visiones- y los medios publican la impresión de que todo ha encontrado una relativa estabilidad que tranquiliza.
Por eso es el tiempo de los prosélitos, de los que buscarán avecindarse en el centro de la acción y los que preferirán quedarse en la periferia del nuevo cosmos, en la puerta de la ciudad.
Las transformaciones son así: se cambia el centroide de poder y giran en diferentes órbitas los elegidos y los recién llegados.
En la tradición hebraica, los prosélitos se distinguían en dos clases: los “justos” y los “de la puerta”.
Para los primeros, no sólo las estrictas obligaciones sino la plena identidad; para los segundos, la convivencia respetuosa y sólo la responsabilidad de seguir apenas siete preceptos.
En el caso de la transición de la administración federal, el nuevo gobierno parece ir imponiendo esta visión: el primer círculo, de identidad plena con la propuesta Cuarta Transformación; el resto, sólo coincidir en los preceptos, pero no son siete, sino cincuenta puntos de un plan de austeridad y trasparencia radicales.
Algunos que se antoja difícil aplicar, como el número 30: “Los funcionarios de Hacienda, Comunicaciones, de Energía y de otras dependencias, no podrán convivir en fiestas, comidas, juegos deportivos o viajar con contratistas, grandes contribuyentes, proveedores o inversionistas vinculados a la función pública”.
Nadie dijo que la vida de un prosélito no tenga sus sacrificios; ese es quizá el primordial sentido de los cincuenta puntos anticorrupción de López Obrador.
El cambio no sólo de personal sino de una nueva moral: “Hay más alegría en dar que en recibir… No hay nada más noble y más bello que preocuparse por los demás y hacer algo por ellos, por mínimo que sea”, reza la declaración de principios del futuro presidente.
Por supuesto, no todos comparten la visión y hasta la llaman “romántica, utópica o irrealizable”.
Quienes alertan que este tipo de transformación radical del servicio público puede no ser la solución aducen que los verdaderos talentos no querrán ni tendrán incentivo alguno para trabajar seis días a la semana, ocho horas diarias, por menos de 80 o 70 mil pesos mensuales.
Es decir, que la competitividad del funcionario público depende, en buena medida, de la gratificación económica y no de la vocación de servicio.
En los corrillos de las dependencias públicas corre ya el sardónico comentario que afirma no será difícil la remoción de las plazas de confianza porque la gran mayoría de ese personal ya busca cómo acomodarse en el sector privado.
En la historia de los gobiernos siempre existen aquellas personas que no quieren adoptar la nueva identidad o simplemente no comparten los nuevos preceptos morales; esto es normal y precisamente la democracia es uno de los sistemas más acabados para dar voz y voto a los necesarios opositores.
Es buen tiempo para los prosélitos, pero también para los objetores; y se espera de ambos una altura ética y una sacrificada responsabilidad social. El interés no sólo es hacer cambiar de opinión al contrario sino evitar que la tensión ideológica rompa la posibilidad de diálogo.
@monroyfelipe