
Más complacencias a Trump: agua, capos…
El pasado ha sido el mayor recurso para legitimar la deriva autoritaria iniciada en 2018 con el triunfo de López Obrador; cuarenta años después de la elección presidencial que llevó a Carlos Salinas a la presidencia y significó el punto de partida para la modernización de la economía y la transformación de las instituciones electorales, culminando en la reforma política de 1996 y el inicio de la normalidad democrática. 2018 marcó el cierre del ciclo de gobierno dividido: una democracia sin demócratas, degradada por su querencia a la partidocracia e incapacidad para mantener a raya la venalidad. La base para el ascenso al poder de López Obrador y los suyos fue el descontento con el pasado inmediato que se transfiguró en agravio: se equiparó la desbordada corrupción del sexenio de Peña Nieto con el gobierno pusilánime de Fox y con la llamada guerra de Calderón, incluyendo la venalidad por la desviación de recursos destinados a combatir al crimen organizado. La condena implicó recordar la cuestionable privatización durante el gobierno de Carlos Salinas y la aprobación del Fobaproa en tiempos de Ernesto Zedillo. Toda esa historia, simplificada y maniquea, se redujo a un solo concepto: la corrupción intrínseca del régimen neoliberal. Se caricaturizó el pasado, que sirvió para ganar arrolladoramente el poder sin contrapesos en el Congreso; también como licencia para que el presidente actuara a su antojo bajo la premisa de que nada podía estar peor. A partir de la causa se consideró todo justificado, incluso acabar con los límites del régimen republicano: constitucionalidad y división de poderes. La embestida no fue contra los corruptos; se vivió un periodo de permisiva y calculada impunidad. Hubo más políticos en la cárcel en el último año del sexenio de Peña Nieto que en los casi siete años de obradorismo. Los casos más relevantes de justicia penal contra funcionarios o narcotraficantes se dieron en tribunales norteamericanos, no en México. La corrupción cabalga alegremente: 80 por ciento de las obras se adjudicaron por asignación directa, y se invocó la seguridad nacional para evadir transparencia y rendición de cuentas. La experiencia cotidiana de ciudadanos y empresarios confirma una venalidad mayor que en el pasado con la práctica generalizada de la extorsión, acompañada de un cinismo proverbial y una ofensiva hipocresía. Mucho se perdió con la devastación institucional del obradorismo; lo más pernicioso, la destrucción del trascendente logro generacional de llevar al país a la democracia, imperfecta, sí, pero vigente. Sus mayores insuficiencias no fueron las instituciones o las reglas, sino la ausencia de una élite que la defendiera y prestigiara, y de una sociedad capaz de resistir al clientelismo y la seducción populista. Los medios, convencionales y digitales, en su mayoría marcharon al ritmo del régimen autoritario. No hubo escrutinio al poder ni rendición de cuentas. La presidenta Sheinbaum ha abrazado esta deriva autocrática, a la que se suma el problema de la violencia e inseguridad, una afrenta a la sociedad y al Estado, al disputarle el monopolio de la violencia y hasta sus atribuciones de recaudación. El crimen organizado se ha diversificado, creciendo en el huachicol fiscal y en la desbordada extorsión a productores y empresarios, sin importar si se trata de un modesto negocio o de una poderosa minera. La complacencia ante el crimen despierta sospechas de connivencia y debilita al país frente a la embestida antimexicana del gobierno de Trump y su movimiento. La presidenta Sheinbaum ha tenido el acierto de cambiar la estrategia de complacencia gubernamental ante el crimen, mérito que se confirma al designar a un civil como coordinador de esa labor. Sin embargo, para proteger al régimen, ratifica la impunidad en casos como los de Cuauhtémoc Blanco, Rubén Rocha, Américo Villarreal, los responsables de los desaparecidos y campos de exterminio, los beneficiarios del huachicol fiscal o del robo en la compra de medicamentos, así como los contratistas de las obras emblemáticas del gobierno anterior, entre otros. La presidenta advierte la impudicia que ha crecido entre los suyos; el llamado a la austeridad e invocar la justa medianía debe traducirse en sanciones formales que pongan freno a la impunidad. De lo contrario, parecerá más un ardid político: roben, pero no presuman ni hagan ostentación, porque el pueblo podría reclamar al votar. El pasado lejano fue el motor que llevó a la autocracia. El pasado inmediato es el que habrá de minarla y, eventualmente, derrotarla.