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CIUDAD DE MÉXICO, 2 de octubre de 2019.- Los olvidos de Enrique Serna en su novela “El Vendedor de Silencio”, donde opta por darle nombre y apellidos a los protagonistas, dibujan el gran desconocimiento del sistema político mexicano que se mantuvo en el poder hasta hace poco tiempo. Cuyas costumbres corruptas se magnificaron en el sexenio que encabezó Enrique Peña Nieto.
Al escritor, que no ha sido analista político, que no ha vivido lo que describe, le gustan las caricaturas grotescas. Ni Carlos Denegri fue el villano horripilante que describe, ni los otros personajes fueron santos a quienes montarles un altar. Tal vez porque no ha estado en esa línea movediza, donde el equilibrio es tan complejo, no supo dotarlos de los necesarios, indispensables matices. De claroscuros que los definiesen como lo que fueron: humanos.
La novela está dirigida a un público ávido de meter las manos en el miasma del pasado. A una sociedad que repele, a veces con razón, la corrupta relación entre periodistas y políticos. Probablemente por esto, el escritor crea arquetipos.
¿Sirve a algún motivo político esta “exhibición”? Definitivamente no. Ni siquiera contribuye a concientizar a grupos sociales sobre los túneles podridos por donde han caminado, de la mano, columnistas políticos y hombres de poder público.
No, no funciona así, porque olvida el papel importantísimo de los intermediarios. De los jefes de prensa. Y, sobre todo, de un personaje clave para entender la historia política del país durante el siglo pasado: Francisco Galindo Ochoa.
Que fue, entre tantas cosas, el creador del monstruo en que se convirtió Carlos Denegri. No solamente de él.
Don Pancho era el verdadero dador de silencio. Que no su vendedor. Sobre todo esto, no fue vendedor de silencio, sí su dador. Porque si bien el silencio es un bien que puede negociarse, no se vende. Y, menos todavía, se vende con la brutalidad, la torpeza extrema que describe Serna en su novela.
Poner a don Pancho como el “compadre” con quien come alguna vez Denegri demuestra una ignorancia supina sobre la relación que tuvieron. Que yo conocí de voz de Galindo Ochoa. En el relato, poco logrado, de su “conversación”, el escritor apenas esboza algo que fue definitorio de estas relaciones: La lealtad a una persona o un grupo político.
¿Dónde se abrevaba información? Tan indispensable para escribir o para callar. En su oficina. Por muchos años. ¿Dónde se construían o destruían carreras políticas? En su oficina. Por muchos años. ¿Dónde llegaban los hombres de poder a rendir pleitesía, a pedir clemencia, a rogar por ayuda? En su oficina. Por muchos años. Todo lo que fue, por varios sexenios, la “nomenclatura” oficial.
¿Qué buscó siempre Galindo Ochoa? Defender el sistema. Su partido, el PRI. Las instituciones. ¿Qué defendió siempre? La lealtad.
Don Pancho conocía, tenía en su cabeza, los cordones umbilicales de todos los protagonistas del poder público. Conocía sus inicios, sus negocios, sus debilidades, sus socios, sus padrinos. Y muchos columnistas políticos nos nutrimos de este conocimiento invaluable. Relación impecable, sin dinero de por medio.
Ignorar que Galindo Ochoa estaba detrás de mucho de lo que escribió Denegri es inaceptable. Porque al hacerlo, Enrique Serna desconoce los entresijos de lo que verdaderamente sucedió en ese tiempo.
También excluye, error garrafal, la existencia de los “mensajeros”. Fuesen los jefes de prensa o quienes tenían esta encomienda otorgada por los poderosos. Ellos eran los que trataban temas monetarios, los que llevaban sobres o portafolios llenos de dinero. Existían valores entendidos.
Olvidar la consigna, fama bien ganada, que utilizaba el jefe de prensa de Echeverría, Mauro Jiménez Lazcano que decía a los periodistas, respecto a lo que debían escribir: Ahí como cosa tuya, es borrar de un brochazo, por quién sabe qué razones, la realidad del siglo pasado que comenzó con Denegri.
Como también, por alguna extraña razón, el escritor ignora a Manuel Mejido y a Olga Moreno, ambos personajes claves con Denegri. Que no creo que hubiesen compartido el botín, pero sí los secretos, las verdades que el periodista fue acumulando. Ese archivo que heredaron.
¿Fue Carlos Denegri un monstruo? Fue un hombre de excesos, que pecaba de alcoholismo como muchos otros periodistas importantes. Beber era parte del ritual, del método para relacionarte, para obtener información, incluso para existir como columnista político. Lo de sus mujeres, su violencia, quién sabe hasta dónde sea cierto.
La escena donde desnuda a una es real, pero faltó el piano. Yo conozco otras anécdotas de periodistas. Una mujer ofendida, amante del entonces director de Excelsior, bajo una noche al bar del Ambassador para intentar romperle la blusa, jalarle la falda, a una reportera que estaba tomando una copa con él. Como ésta sobran.
Denegri, además, publicó entrevistas, reportajes muy bien escritos. Era muy difícil el siglo pasado llegar a la primera página de Excelsior. Sabía escribir, era un hombre culto.
Aunque Serna habla de alguna complicidad entre Denegri y el director de Excelsior, hace mutis sobre el infinito poder que tuvieron, siguen teniendo, los dueños, los directores, hasta los jefes de información sobre lo que se publica o se deja de publicar. Y que sigue vigente, aunque al revés. Porque para muchos diarios lo que no es aceptable es, hoy por hoy, hablar bien del gobierno que encabeza López Obrador. El cochupo está inmerso en los convenios de publicidad, sigue estando.
Otra omisión grande, no tuvo acceso a la información, de Serna es la ambientación. Esencial en las relaciones políticas de ese tiempo. Dónde desayunaba quién, qué mesa le era asignada a quién. Los comederos políticos donde se escribió la historia. Por ejemplo, el Ambassador, el Amba, abajo del diario Excelsior donde iban, a comer, al bar, a sus privados, los reporteros cuando ya “eran alguien”. O que don Pancho tenía una mesa, comía ahí todos los días, incluso ya muy cerca del final, en el Champs Elysees de la Zona Rosa.
A lo que hay que agregar el lenguaje. O la falta de conocimiento de la manera en que hablaban, políticos y periodistas. La importancia de la columna de sociales. La misoginia presente en Excelsior, incluso con Julio Scherer. No olvidar que Isabel Zamorano y yo fuimos, el mismo día, las primeras mujeres aceptadas en la redacción general. Antes de nosotras, en 1976, las mujeres escribían de sociales y espectáculos.
¿Había cochupos? Obvio que sí. No estoy segura si fueron a cambio de silencio. Porque había más interés en que los columnistas escribiesen a favor. Había usos y costumbres.
El famoso “sobre” era normal. Tanto así que los chistes de ese tiempo hablan de que Pedro Ocampo Ramírez, muy conocido, solía decir que un día estaba dormido cuando repartieron sobres y a partir de ese momento no se había podido quitar la fama de honesto, y ni siquiera intentaban darle uno.
Porque también existió eso: No recibir dinero. Muchos lo vivimos así. Dinero, sobres, cochupos, que muchos jefes de prensa se embolsaron. Costumbre que el presidente del CEN del PRI, Alejandro Moreno, sigue manteniendo a través de Carlos Velázquez, y supongo que muchos más.
Recuerdo que cuando llegó a Gobernación, Alberto Peniche, que me conocía mucho, encontró una lista de periodistas que recibían dinero… falsa. O sea que nos incluían sin que fuese cierto que, siquiera, nos ofrecieran ese dinero. Muchos jefes de prensa se han enriquecido así.
¿Había chantaje? No me parece. No lo creo. No en los términos tan burdos que plantea la novela. El lenguaje de la relación, de Carlos Denegri a la llegada de Ernesto Zedillo era pleno de sutilezas, de valores entendidos. La llegada de los tecnócratas cambió mucho esta realidad. El portafolios lleno de billetes y censura lo tenía Carlos Salomón, el tema político su secretario particular, Liébano Saénz.
¿Qué pretende Serna con su novela? Supongo que contar una buena historia, lo que sabe hacer. En esto hay que reconocer su talento. Si su intención era adentrarse a la corrupción, a los usos y costumbres del poder político y los periodistas, se quedó trunco.
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