Obispos de México: Un nuevo horizonte
Raúl Ávila Ortiz | Oaxaqueñología
OAXACA, Oax., 9 de junio de 2019.- Tiene razón Luigi Ferrajoli, destacado jurista italiano, cuando reafirma categórico que la democracia depende del equilibrio entre derechos individuales y derechos sociales, y que en definitiva el capitalismo no se sostiene sin que un mínimo vital esté asegurado para todos.
La historia mexicana confirma tales tesis pues la Independencia, la Reforma y la Revolución fueron movimientos políticos y sociales motivados en la ruptura de aquel balance, la crisis del modo de producción y la pérdida de la legitimidad del régimen político y jurídico respectivo.
La legitimidad del viejo orden colonial se vino abajo en virtud de las reformas modernizadoras impulsadas por los propios reyes borbones, las cuales concentraron poder y riqueza.
Ellas liberalizaron el comercio, introdujeron medidas fiscales y nuevos esquemas de gobierno y administración en las colonias hispanoamericanas.
Más tarde, produjo el pacto desesperado de la Constitución de Cádiz de 1812 que estableció una monarquía constitucional liberal y concedió el derecho al voto a la mayoría indígena.
La independencia y la Constitución de 1824 desplazaron ese proyecto que reaparecería años después.
Ante un nuevo embate conservador, centralizador y promonárquico la propuesta liberal juarista y porfiriana a mediados del siglo 19 retomó la estrategia modernizadora que cristalizó en la Constitución de 1857.
Su sentido progresista, nacionalista y popular se orientó a liquidar los legados medievales del antiguo orden, a sentar las bases del capitalismo y la legalidad modernas, y desde luego a propiciar las libertades que sin controles indispensables durante el porfiriato tardío polarizó a la sociedad y motivó la Revolución de 1910.
La Revolución comenzó la demolición del orden decimonónico liberal que en su momento fue incapaz de redistribuir la riqueza del país.
Su programa de inclusión y de reivindicaciones sociales plasmado en la Constitución de 1917 se realizó durante décadas si bien a cambio de restringir los derechos civiles y políticos.
Los gobiernos del PRM-PRI entre 1940 y 1982 activaron el capitalismo en México que creció al 6% anual porque estabilizaron las ambiciones políticas, crearon instituciones sociales e incorporaron a la economía a las masas populares que también crecieron sin cesar.
El giro neoliberal acelerado a partir de la firma del Tratado de Libre Comercio en 1994 invirtió la ecuación en favor de los derechos civiles y políticos como una opción al desgaste del régimen revolucionario.
Si bien canalizó la pluralidad social y política a través de incipientes vías democráticas, el dogma económico y la desigualdad y exclusión agravadas con violencia, impunidad y corrupción terminó por frustrar los índices económicos formales y de paso debilitarlas.
Creció más bien la informalidad y la ilegalidad.
El amplio e indignado reclamo ciudadano vertido en las urnas en julio de 2018 fijó el mandato de abrir un nuevo ciclo histórico cuya condición es retomar y reencender las fuentes sociales y económicas de la legitimidad política y jurídica.
Las crisis del capitalismo, la democracia y el Derecho son crisis de consumo, desafección y anomia en cuyo centro se localiza la violación del balance entre libertad e igualdad.
Solo restaurando ese equilibrio Mexico podrá serenarse para transitar en paz en las pistas hipercomplejas del siglo 21 que observa con tristeza los lejanos objetivos del desarrollo sostenible, sobre todo el cero hambre, pobreza y cambio climático, y la tan cercana y litigiosa tecnología 5-G.
Difícil porque está retado por su gigante vecino del norte anémico por sus propios excesos y desconfiado por sus agudas contradicciones.
Complejo porque un sur angustiado en busca de su propio destino parece no querer hallarlo sino migrando al norte.
Y a su vez interpelado a recuperar con urgencia algunas de sus identidades extraviadas en medio de tantas tensiones.
Recuperar en particular su proverbial sentido de fraternidad que facilitaría una progresiva igualación de las libertades reales y una liberación gradual de los obstáculos que limitan la igualdad sustancial, sin lo cual capitalismo y democracia –según recuerda Ferrajoli– no podrán madurar.