Llora, el país amado…
CIUDAD DE MÉXICO, 10 de diciembre de 2017.- Partimos de la confirmación de que todos los señalamientos negativos contra el populismo son ciertos, absolutamente todos.
Sin embargo, el populismo no nació de la nada: es producto de dos veneros: un camino corto del socialismo y una respuesta/reacción/
Las propuestas populistas han prendido en escenarios donde el Estado ha tenido que replegar –por las razones que sean– su acción social.
En una reciente conferencia en la Universidad de Chicago, el expresidente mexicano Ernesto Zedillo Ponce de León (1994-2000) habló del populismo y afirmó que no es una ideología sino una propuesta práctica que beneficia lo mismo a la derecha que a la izquierda y que su objetivo es buscar la popularidad de líderes político.
Hasta ahí el asunto es totalmente cierto.
Sin embargo, en Iberoamérica el populismo ha sido también una propuesta política: Juan Domingo y Eva Perón en Argentina, Lázaro Cárdenas y Luis Echeverría en México, Joao Goulart en Brasil, Carlos Andrés Pérez en Venezuela, entre otros, han revelado la dinámica y objetivos del populismo.
El populismo ha sido una desviación del socialismo que fue mostrada en todo su esplendor por Karl Marx en su ensayo El 18 Brumario de Luis Bonaparte: la construcción de un modelo de liderazgo unipersonal, con objetivos sociales y basado en la colocación de una dinámica elitista por encima de la revolución socialista de las clases.
En México, el presidente Cárdenas (1934-1940) fue un socialista utópico en su fundamentación ideológica pero un capitalista en la práctica. En diciembre de 1934 reformó el artículo 3º de la Constitución para introducir la “educación socialista”, asumiendo la educación como el aparato ideológico de dominación por excelencia de una élite dirigente, en este caso la revolucionaria.
Pero a diferencia de la entonces Unión Soviética –con la cual simpatizaba, como después avaló el socialismo autoritario de Fidel Castro en Cuba–, Cárdenas se desvió del camino de construcción del comunismo a la soviética. El politólogo mexicano Arnaldo Córdova encontró la clave del modelo Cárdenas –que podría explicar los socialismos sin comunismo en Europa–: organizar a los obreros y campesinos para convertirlos en pilares corporativos contra la burguesía, pero asumiéndolos como masa y no como clase.
De ahí que el populismo social de Cárdenas –como los otros del continente Iberoamericano– fueron una versión aguada del socialismo comunista.
Los populismos en esta región potenciaron a las masas obreras y campesinas, pero les dieron a las direcciones políticas –entonces militares– todo el poder de representación; y el populismo entonces no fue socialismo marxista sino que derivó en un modelo híbrido –u oximorónico–: el capitalismo monopolista de Estado, con un Estado con capacidad y control de las masas como para obligar al empresariado privado a aceptar políticas de bienestar social.
Pero esas políticas sociales tenían, ciertamente, el objetivo de justicia distributiva estatal, al mismo tiempo representaban una garantía de control de la insurgencia socialista que beneficiaba el patrón de acumulación privada de capital garantizado por el Estado y el control de las masas.
En este sentido, el populismo ha sido una propuesta de estabilidad social basada en tres pivotes; control de las masas por el Estado que las representa, bienestar social para desactivar la potencialidad revolucionaria y consolidación de la estructura capitalista de producción.
El socialismo marxista tuvo, así, dos desviaciones: la socialdemocracia y el populismo, las dos, por cierto, casi iguales y sólo diferenciadas por la responsabilidad (la primera) en el manejo de las políticas económicas para no derivar en crisis de gasto sin ingreso y la irresponsabilidad (la segunda) en derivar el modelo en la construcción (ahí sí) de un bonapartismo elitista.
Los límites de estas dos desviaciones radican en la ruptura de la estabilidad macroeconómica (la inflación, sobre todo, atada a los niveles de gasto y su financiamiento).
Todos los populismos han caído en la crisis económica, en tanto que todas las socialdemocracias han llevado a crisis políticas: los primeros, porque no se puede gastar sin límites; las segundas, porque la legitimidad de su propuesta social radica en beneficios sociales que tienen que ser financiados con gasto que no existe.
Por tanto, las condenas contra los populismos deben de tomar en cuenta las razones de su dominio: los niveles de pobreza a veces dramática en países iberoamericanos, la concentración mundial de la riqueza (los diez más ricos de los EE.UU. tienen 0.03% del PIB; los diez más ricos de México acaparan el 12% del PIB) y sobre todo la multiplicación de la pobreza por el repliegue del Estado de bienestar.
La única manera de derrotar al populismo se localiza en la reconstrucción del Estado de bienestar –educación, salud, vivienda, alimentación. salarios y bienes y servicios– para disminuir la brecha entre opulencia y miseria, inclusive por la sencilla razón –el lado práctico de la política– de que la pobreza se convierte en protesta social y por tanto en un factor de desestabilización de las democracias.
En los países desarrollados han aparecido formaciones populistas que se basan en enfoques analíticos marxistas y tratan de matizar la lucha de clases.
Pero en lugar de asumir el populismo como salida por sus costos sociales y económicos, el desafío consiste en la reconstrucción del pensamiento económico del desarrollo social. La razón: donde haya pobres habrá una célula populista.