Paloma Sánchez-Garnica, premio Planeta 2024, y Beatriz Serrano, finalista
El maestro uruguayo Saúl Ibargoyen (1930-2019) me dijo un día: no siempre se puede escribir como cantando. Los poetas tienen eso, conversan como si fuera el poema mismo, como si su palabra fuera trasladada al lenguaje escrito o el lenguaje de las letras se convirtiera en el sonido mismo. Tiempo después encontré esa charla en el verso inicial de un poema suyo impreso en el libro. Lo mismo ocurrió con Jaime Sabines, cuando dijo frente al mar, con una botella de whisky y dos vasos: no sé de qué vendrá el próximo poema, puede ser sobre la buganvilia.
La nube seguía ahí, sin moverse. Hay días en que se espera que ocurran cosas, que llegue lo inesperado cargado de sorpresas; pero nada ocurre. Sale el sol, cantan los pájaros, la quietud agobia. Truenan los cohetes. Quería usar el plural, pero en esta hora ingrata pierde sentido toda noción de lo colectivo. Tengo días en que resultaría mejor se cumpliera el epigrama griego, «más valdría no haber nacido». Esa tarde salí a la calle, me ahogaba la quietud. Recargado en el muro de la mezcalería tendría más posibilidad de que algo ocurriera, que mis ojos registraran el asombro, que me sintiera gente y no un perro.
La calle resulta el espacio de los hechos, del relato. En aquella hora sólo pedía que alguien al pasar me reconociera, que escuchara mi nombre; o que me meara un perro. Veía los muros, las paredes dispuestas como cuaderno abierto de la ciudad. Tenía deseos de abrir comunicación con una planta, solo acudieron las sombras del pasado. Puras desgracias. Me dieron ganas de intervenir con letras el muro de enfrente. Podría escribir Chinga tu madre, llenar las letras de colores magenta.
Puedo reconocer al nuevo héroe encerrado en sus delirios paranoicos. Los muros son el espacio del nuevo héroe; por las tardes se le puede ver de regreso a casa, con la capa caída.
¿Por qué escribo esto? Ah, si, porque esa tarde el aire estaba cargado de quietud y podía sentir que me ahogaba.
En la puerta de la mezcalería levanté los ojos y pude ver la nube blanca, inmóvil en el cielo, junto al azul, entre los rayos del sol. En esta hora de la tarde Oaxaca tiene el cielo perfecto para fotógrafos y pintores. Tras el muro, el árbol de mango levantaba sus ramas con hojas verdes. Recordé ni infancia. ¿Por qué no se mueve la nube?, el silencio fue la respuesta; antes de entrar por unos mezcales, pensé en escribir algo sobre la nube y la quietud que ahoga: chinga tu madre fueron las primeras palabras que llegaron a mi cabeza.
Los poetas tienen razón, son clarividentes: hay días, tardes de agobio y horas malas; tenía razón Saúl Ibargoyen, el viejo comunista uruguayo -amigo de Alfredo Zitarroza-: no siempre se puede escribir como cantando porque quien escribe deberá ser fiel testigo de su tiempo y hay horas que están para maldecir.