El episcopado ante el segundo piso de la 4T
CIUDAD DE MÉXICO, 16 de septiembre de 2018.- Nadie en su sano juicio podría tener simpatía alguna por el presidente Donald Trump, pero también toda mente analítica debe aceptar una realidad: el cargo de POTUS –acrónimo de President of the United States– no se ejerce para gobernar como Santa Claus, a menos que se tenga la neurosis de megalomanía y egolatría como Barack Obama.
El cargo de presidente del principal imperio mundial en la actualidad exige todos los defectos y casi ninguno relacionado con la bondad.
Por eso es que todo análisis político estratégico sobre Trump debiera de relacionar al sujeto político con el objeto del poder. El repudio a los estilos agresivos, arrogantes, majaderos, racistas y hasta estúpidos –necio, falto de inteligencia, según la Real Academia Española– son parte del ejercicio del poder imperial.
Centrado en el carácter de Trump, en los EU hay en curso un proceso de golpe de Estado para deponerlo del poder. No es nuevo. Antes de las elecciones de noviembre de 2016, un articulista del Los Angeles Times dijo que si Trump ganaba las elecciones no habría más camino de un golpe de Estado. Trump ganó y va para dos años de gobierno con el establishment liberal –de corte imperial– en contra.
El problema, sin embargo, es que los ataques contra Trump quieren hacer aparecer un imperio bueno y un imperio malo. Los liberales alabaron a la hija del senador republicano John McCain porque impidió la presencia de Trump y entonces ella y su padre fueron elevados a la calidad de héroes. McCain, hay que recordarlo, fue un piloto capturado por Vietnam del Norte, torturado y regresado a los EE.UU. en un intercambio de prisioneros.
Lo que parece olvidarse es que McCain fue héroe de un ejército invasor imperialista, que representó los intereses del capitalismo estadunidense en la disputa de la guerra fría en el sudeste asiático y que dejó un millón de muertos vietnamitas. En consecuencia, McCain adquiere la dimensión de héroe en la comunidad ultraderechista que apoyó la invasión estadunidense de Vietnam. Pero con tal de usarlo contra Trump, McCain se convirtió en el símbolo de los liberales estadunidenses… imperialistas.
Lo mismo está ocurriendo ahora con el libro Fear: Trump in the White House (Miedo: Trump en la Casa Blanca), del periodista Bob Woodward, conocido por su papel como reportero investigador en el caso Watergate de mediados de los setenta.
El Trump que pinta Woodward no es desconocido, todos esos desplantes ya se sabían. Pero leído con frialdad, ha habido casos similares: las corruptelas de John F. Kennedy y su obsesión por el sexo, los estados de ánimo y capacidad de insultar de Richard Nixon, las guerras sucias de Reagan, los escándalos sexuales en grado de violación de Bill Clinton y sus errores que prohijaron el terrorismo de Al Qaeda, los encierros de Bush Jr. al grado de ahogarse con un pretzel y los desplantes de egolatría de Obama y las decisiones “racionales” para mantener la guerra en Afganistán y el asesinato de Osama bin Laden sin juicio legal.
El problema en los EE.UU. no es Trump, sino la estructura imperial de un país dedicado a explotar a los demás y dominado por la cultura de la violencia y el consumo de drogas.
Lo dijo, en un acto inconsciente, el propio Obama: Trump es un efecto, no la causa. La causa, en efecto, es un imperio, sus exigencias de dominación, el capitalismo en crisis y la explotación de los demás.
Trump no ha presentado una forma de gobierno diferente; es, hay que recordarlo, la del puritanismo imperial, racista, criminal que fundó el imperio, que asesinó a 10 millones de indios que poblaban las praderas y que le quitó a México la mitad de su territorio. En la misma Casa Blanca, hoy con Trump, que llevó a los liberales a iniciar guerras en Cuba, derrocar gobiernos en América Latina, aplastar democracia, inventar dictadores y convertir a las transicionales en un ejército económico para trasladar riquezas a los EE.UU.
Lo que parece molestar de Trump al establishment liberal no es su imperialismo como ideología, sino sus modos, como revela Woodward. Las élites estadunidenses no han podido co-gobernar en estos dos años de Trump, aunque la economía ha despegado de manera sorprendente. Esas élites quieren un Trump sometido a los estilos liberales de explotar riquezas, pero ofrecer algunos ligeros paliativos. Se olvida que el mayor número de hispanos deportados con violencia de los EE.UU. se hizo durante los ocho años de Obama.
Obama, por cierto, no fue elegido por el color de su piel o por representar a los pobres, sino porque el establishment le dio la función de salvar al capitalismo. Y en sus ocho años, las empresas florecieron, aunque aumentaron los pobres, marginados y drogadictos. Y a Bush los liberales le creyeron sus mentiras para la ofensiva imperialista petrolera contra Irak y Afganistán, sin olvidar que los senadores liberales progresistas Hillary Clinton y Barack Obama aprobaron la guerra de Bush contra Irak sin el aval de la ONU.
Trump no merece estar en la Casa Blanca, como tampoco merecieron estar Kennedy, Nixon, Reagan, Clinton, Bush Jr. y Obama. Pero estuvieron para cumplir con los objetivos de engrandecimiento del imperialismo. Por ello es que la lucha del establishment liberal contra Trump no busca cambiar el enfoque imperial de la Casa Blanca, sino mantener los intereses de dominación, explotación y racismo con hegemonía liberal.
Por ello hay que recordar que McCain fue un héroe del imperialismo militar que invadió Vietnam y que las locuras del poder narradas por Woodward forman parte de los requisitos para llegar a la Casa Blanca. Sólo que Trump no ha pactado con el establishment liberal y que por eso quieren deponerlo.