El episcopado ante el segundo piso de la 4T
CIUDAD DE MÉXICO, 3 de octubre de 2018.- Sorprende la ingenua afectación que manifestaron algunos comentaristas indignados por la decisión de retirar las placas que vanagloriaban a Gustavo Díaz Ordaz en las estaciones del Sistema de Transporte Colectivo Metro en la Ciudad de México. Hubo quienes compararon las placas develadas por los administradores de la presidencia con monumentos históricos o artísticos, con restos mortuorios o esculturas portentosas. Nada más irracional.
Quizá haya que recordarles que una placa no es una obra, no es la obra. Quizá, según su origen, pueda alcanzar valor histórico, el cual puede apreciarse en cualquier resguardo donde se encuentre; pero el único valor in situ de las placas se tiene en el momento de su develación: en la celebración del poder, en la complacencia con el líder. Las placas no suelen celebrar otra cosa que el gracioso permiso que el regente en turno mayestático concedió para no aniquilar una obra (aunque tuviera el poder para hacerlo).
Con las excepciones de ley, la absoluta mayoría de las placas no honran a los creadores ni a los obreros sino al detentador del poder en turno. Personajes que quizá ni se desvelaron en la consecución de las obras. Hay otras láminas, por supuesto. Aquellas que explican la historia o conservan la memoria. Esos rótulos no buscan congraciarse con el líder reinante. Son insignias abiertas al tiempo, a la posibilidad; no al deleite del poderoso.
Sin el histérico esnobismo, coincido con quienes plantean que México tiene un problema para conciliar su origen, su historia y sus valores fundantes. Es cierto que no es sano reinventar la nación según el poder en turno. La construcción de la República dejó no pocos abusos sobre las obras creadas en el Virreinato: prácticamente se taparon, borraron o pulieron los escudos de marquesados, condados, ducados y de la propia corona española en templos y edificios de gobierno. En la iglesia de Jesús María de la Ciudad de México, por ejemplo, se cubrieron con cemento las coronas talladas en cantera y se convirtieron en esferas (una reciente restauración las recuperó) o en la Catedral Metropolitana de México, los escudos de Aragón y Castilla fueron descubiertos en 2007 y vueltos a tapar con monogramas de Jesús y María en el Altar de los Reyes.
La conciencia histórica o la apropiación cultural de los hitos de la vida nacional se construyen con más complejidad de lo que una chapa de bronce pulida pueda decir. El fanatismo por las láminas con los nombres de los detentadores del poder es ya cuestionable, cuanto más si defiende a personajes cuyas decisiones desde la autoridad facultaron la brutal represión ante los inermes o que se jactaron del dolor y muerte provocados por su mandato.
Quizá en el fondo habla su temor por los estrambóticos giros morales que anuncia la ‘cuarta transformación’. Y, sin embargo, no habría por qué preocuparse: todas las placas que celebren a los nuevos caudillos del poder, también se habrán de herrumbrar.
—
Felipe de J. Monroy es director de Siete24.mx
@monroyfelipe