La Constitución de 1854 y la crisis de México
Ni la religión ni las certezas espirituales suelen ser los principales percutores de las guerras; pero desde allí, desde esa narrativa, es más fácil explicarlas. Es bien sabido que, detrás de casi todo conflicto entre líderes de pueblos, siempre hay alguna tierra fértil, algún recurso explotable, alguna ilusión de poder y dominación; después, por interés o inconsciencia, se añaden factores ideológicos o religiosos que encarnizan las batallas y dan sentido a la Oda Tercera de Horacio: ‘Dulcet et decorum est pro patria mori’ (Es dulce y glorioso morir por la patria).
El actual conflicto bélico entre Rusia y Ucrania -como casi todos- tiene detonantes e intereses claramente geográficos, territoriales y geopolíticos: campos fecundos, grandes minas, largos oleoductos, zonas estratégicas para misiles balísticos, áreas de influencia internacional, ciertas rutas comerciales, algunos combustibles, cuantiosas materias primas, mares navegables y alguno que otro puerto.
Sin embargo, resulta muchas veces indistinguible la frontera entre aquella mundanidad y la alta vocación espiritual del ser humano por su pueblo, su patria, su lengua y su fe. El genial José Emilio Pachecho habla de esto en su poema ‘Alta traición’: “No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques de pinos, / fortalezas, / una ciudad deshecha, / gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, / montañas / -y tres o cuatro ríos…”.
El poeta comienza afirmando que no ama a su patria pero que sí daría la vida por realidades aparentemente mundanas que, en su conjunto, vuelven a ser tan inasibles como la patria que afirma no amar. Así sucede con la fe y la religión en medio de un conflicto bélico.
La religión y la fe son esencias de la naturaleza humana que le acompañan para entender o para preguntarse cada razón y giro del mundo en que vivimos; en la guerra, el hombre recurre a su fe para refugiarse del horror y de la desesperanza pero también para alimentar su valor y coraje, para aliviar el dolor y la angustia o para reconocerse inmenso y miserable, y al mismo tiempo ínfimo y glorioso.
Y, por desgracia, esos sentimientos y convicciones suelen ser vilmente instrumentalizados en los conflictos. Tanto los poderes como las estructuras sacan provecho del corazón y la dimensión religiosa-espiritual de los hombres; los relatos y los políticos arengan a la colisión desnaturalizando la pugna, simplificando el odio; al final, se mata y muere por lo impalpable.
Es decir: la fe y la religión no suelen encender la chispa de los conflictos pero sí encarnizan cada enfrentamiento y se llenan de furia las partes en conflicto defendiendo lo abstracto y lo inasible. Y aunque la fe o la religión tampoco suelen terminar por sí solas las guerras, su espíritu casi siempre se encarna en los más nobles actos de ternura, caridad y compasión en medio de los más oscuros abismos de la humanidad; y esas virtudes llenas de heroísmo sí hacen descender a la tierra el don de la paz.
Al final, como tal vez interpela amargamente Isaac Roseberg, poeta inglés de la Gran Guerra, lo peor que puede pasarnos sería perder el corazón humilde, nuestra esencial naturaleza, la belleza y la sabiduría entre el holocausto bélico: “¿Qué parte de nuestra vida / se quema en el fuego de esto? / ¿El amado corazón del silo? / ¿O lo mucho que extrañaremos? // Tres vidas tiene una vida: / Oro, hierro y miel. / El oro y la miel se han ido, / queda sólo lo duro y lo frío…”.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe