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El jueves pasado murió Fernando Botero, el artista visual más célebre de Colombia y uno de los grandes referentes del arte latinoamericano de todos los tiempos. Su fama ha roto todas las fronteras y su estilo único es fácilmente reconocible a todos los niveles. El gobierno colombiano declaró tres días de luto nacional en reconocimiento a su grandeza.
Botero vivió en México tempranamente en su carrera, visitaba con regularidad las playas de Zihuatanejo y siempre reconoció la importante influencia que tuvo la obra de Rufino Tamayo en su desarrollo artístico. Aunque coloquialmente se le recuerda como “pintor de gordas”, él explicó con insistencia que nunca había pintado una gorda, que lo que le interesaba era el estudio de los volúmenes en la pintura y la escultura. La distinción es importante, sobre todo si se considera el total de su obra, que pasa también por la denuncia de la injusticia, la sátira del poder y el rechazo de la violencia, tan desgarradora en su país como en el nuestro.
Recuerdo la gran exposición de Botero que presentó el Museo de los Pintores Oaxaqueños a finales de 2012, bajo el título “Testimonios de la Barbarie”, como parte de las celebraciones que se desarrollaron en diversas partes del mundo por el cumpleaños número 80 del artista. Se exhibieron 67 obras, entre pintura y dibujo, todas ella desgarradoras. “En vista de la magnitud del drama que vive Colombia —declaró Botero entonces—, llegó el momento en el que sentí la obligación moral de dejar un testimonio sobre un momento tan irracional de nuestra historia.”
La vida y obra de Fernando Botero ponen de relieve la función del artista como conciencia moral, no sólo de su país, en este caso Colombia, sino del mundo entero. La amplia gama de su temática, que va desde el desnudo y el cuadro de costumbres hasta, precisamente, los testimonios de la barbarie y las torturas de prisioneros en Abu Ghraib, pasando por el circo pobre de Zihuatanejo, los retratos de familia, los caballos y las corridas de toros, nos recuerda la amplitud de registros que tiene la vida y los claroscuros del mundo.
Un acontecimiento que habla de manera particularmente dramática del poder simbólico de este artista tuvo que ver con la escultura en bronce llamada El pájaro, erigida por Botero en la Plaza de San Antonio de la ciudad de Medellín como un símbolo de paz en la Colombia convulsa de finales del siglo pasado. La noche del 10 de junio de 1995 fueron detonados 10 kilogramos de dinamita que habían sido colocados al pie de la escultura, con un saldo de 23 muertos y al menos 200 heridos. El artista decidió no retirar los restos de la escultura, como un recordatorio de los estragos que provoca la violencia criminal.
Una década después, en 2016, Botero regaló a su país una paloma de la paz, en bronce, con el pico de oro, para conmemorar la firma del acuerdo de paz entre el gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC. Albergada primero en la Casa de Nariño, residencia oficial y sede principal del Ejecutivo colombiano, más adelante fue desplazada al Museo Nacional de Bogotá. El actual primer mandatario, Gustavo Petro, la incorporó al simbolismo de su gestión, regresándola al palacio presidencial, junto con la espada de Bolívar, para que lo acompañara en su toma de posesión. Nuevamente, el artista como conciencia moral y validador de la paz.
La muerte de un artista del calibre de Fernando Botero siempre causa conmoción en el mundo. Queda su legado, que nos enriquece hablando por todos nosotros y elevando los grandes principios de nuestra convivencia. ¡Que viva el arte y que viva Oaxaca!