
Amplía operaciones AstraZeneca en el Estado de México
“No lo que pudo ser: es lo que fue. Y lo que fue está muerto”. Octavio Paz
La noticia no mereció siquiera la primera plana de los medios, pero estremece hasta el tuétano: El cadáver en descomposición de un niño de cinco años fue hallado en el interior de una vivienda comunal luego de que policías irrumpieron en el lugar ante una tardía denuncia del secuestro. Después de varios días, la madre del menor pidió auxilio a las autoridades porque unos hombres –a los que les debía mil pesos– lo habían secuestrado días atrás como “prenda de garantía” para que la mujer cumpliera con el pago; finalmente cuando intervino el cuerpo policial, el cuerpo del niño Fernando evidenciaba que llevaba varios días muerto.
La sordidez de la historia es una fosa infernal. En principio, la deuda de mil pesos parece minúscula, pero adquiere su ominosa dimensión cuando se contrasta contra el ingreso promedio del decil de la población con los ingresos más bajos en México ($5,000 pesos mensuales) o incluso en el segundo decil ($9 mil pesos aprox.). Los mil pesos de deuda se erigen como una considerable presencia de alivio cuando se tienen; y de pesar, cuando se deben pagar. Eso, por sí sólo, nos debe obligar a reflexionar profundamente cuando discursivamente y desde privilegios muy altos se desprecian los subsidios del gobierno a las personas necesitadas.
Pero ese no es todo el problema. Los hechos evidencian que los usureros criminales han mamado de la impunidad galopante y de una cultura infame varias perversiones profundas: la incapacidad de distinguir la dignidad humana del prójimo, la imposibilidad de reconocer la inocencia de las víctimas y la convicción de que la ley del más fuerte les obliga a vivir con la idea de que, si no son depredadores, serían presas.
Aquí el asunto adquiere matices de una enfermedad psicosocial derivada de una cultura agresiva, hiperviolenta, economicista, criminal, utilitaria, egoísta, corrupta, indolente y que recompensa con impunidad a la mayoría de actos de abuso. Retener, secuestrar o usar a un ser humano como “garantía” de una retribución esperada, para que la angustia y la desesperación de sus familiares sea el motor que acelere el cumplimiento de los intereses de quien tiene el poder, suena brutal; y sin embargo, no pocos movimientos ideológicos y políticos actuales se apoyan en esta brutalidad y en el darwinismo social para justificar su poder, su posición y sus privilegios por encima de los demás.
La historia además obliga a otras terribles reflexiones. La tardía denuncia que hizo la madre del menor revela que, por lo menos, pasó una semana desde el secuestro y la toma de conciencia de la mujer en que debía llamar a las autoridades y pedir ayuda. Durante 7 o 9 largos días y noches (en los que la mujer afirma haber acudido hasta la casa donde retenían a su hijo sin poderlo recuperar), la mujer parece que estuvo sola en esa situación. No sólo nadie que la exhortara o acompañara a pedir ayuda a la policía (ahora vamos con eso); pero tampoco nadie que, desde la caridad, pudiera haberle donado mil pesos para el “rescate” de su hijo. La soledad y la desconfianza son cánceres silenciosos de nuestra sociedad contemporánea. Quizá la mujer no tenía a nadie para pedirle ayuda o quizá nadie confiaba lo suficiente en ella; y también, quizá la ignorante soledad y falta de confianza en las autoridades hizo que la denuncia llegara mal y tarde al escritorio correcto. Porque, por si fuera poco, según el relato, la mujer no recibió ayuda en la primera dependencia de seguridad pública a la que tocó las puertas y tuvo que acudir a otra instancia.
Y el asunto, incluso aquí, no ha tocado fondo. La información periodística reporta que el cadáver del menor será analizado por los forenses y que la fiscalía estatal realizará las indagatorias que conduzcan a esclarecer el caso e imputar responsabilidades a tres personas que fueron arrestadas en el lugar de los hechos; pero también dice que, en el proceso de asegurar el inmueble donde fue el hallazgo del cuerpo del menor, la autoridad se encontró con un ligero obstáculo: En el lugar hay otras viviendas y los inquilinos –vecinos o cohabitantes de los secuestradores– dicen que “se supone que tienen que sellar nada más la mitad donde fue el problema” y reclaman sus derechos personales. El egoísmo y la indolencia no pueden ser más abyectos; no sólo estos cohabitantes no hicieron nada cuando sus vecinos llegaron con un menor extraño, ajeno y secuestrado, tampoco se inquietaron cuando el olor pestilente de un cadáver en descomposición inundaba el espacio común de sus viviendas; y sólo quieren seguir como si nada porque “en su mitad” no fue el problema.
Fernando tenía cinco años, murió a solas en su dolor y su grito, y quizá a solas devoró sus lágrimas hasta perecer. La cantidad de horror, la diversidad de actos inhumanos, la indolencia y la impunidad, el rostro vil de la ignorancia en esta historia nos obliga a reflexionar muchas muchas cosas como sociedad: sobre valores y principios, sobre dignidad humana y responsabilidad social, sobre impunidad y desgobierno, sobre nuestra propia esencia humana ante una crisis de humanidad; porque los hechos en Los Reyes La Paz provocan náusea como de vértigo ante un abismo infinito de podredumbre.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe