Exhiben multipremiada cinta La Soledad de María Conchita Díaz en FIC
Lenta y suave fluye la música, como escurrimiento de arroyo cristalino.
Su respiración se va pausando con los sonidos que apenas tocan la punta del cuerno de venado.
A cada pausa sus ojos brillan con la intensidad de la obsidiana, estrellas novas que titilan con las notas del caparazón de tortuga, y vuelan los pájaros entre rayos.
Sapo está exhausto y abandona los cuernos del astado con lágrimas en sus ojos, que son agua del mismo manantial.
Humedece su piel como si le zapatearan chapulines.
El niño coloca sus llaves sobre la mesita de madera. Se ha dado el tiempo de abrir interminables puertas y ha escrito en las paredes encaladas textos con dibujos en barbotinas de colores.
Ha amasado el barro y lo ha envuelto en petate, lo ha quemado y apagado.
Aparecen nuevas especies de seres vivos, ampliando el mundo.
Enseguida los ata con hilos pintados con savia de hojas, pacientemente maceradas: teje un textil interminable.
Después baila, se rasca la cabeza y golpea las cortezas de zompantle, chichicaste y ceiba. Las extiende amasándolas con el vibrato de la cola del lagarto y les sopla polvo de maíz y chile mulato.
Así distraídamente deposita hojas en la tierra suelta. El mismo viento las ojea y vemos códices de oro y plata. Se leen nuestras vidas simples, vidas de agua, vidas de arcoíris, de historias tristes, de aullidos de perros y zarpazos de jaguar.
Y cuando vuelve la brisa del mar con aroma de peces y cangrejos, su pelo se mece y vuelan cuarenta mariposas de alas azul añil.
El tiempo se detiene un segundo del instante infinito como un niño al que acaricia la intemperie.
Oaxaca, septiembre 2021, lz