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Vistazo general
Una nota de fuego y nada más (Tusquets, 2025) es una novela que explora los límites del sufrimiento y la liberación, a través de la historia de Fernanda, quien está atrapada en la dinámica tóxica de su familia.
En esta ópera prima de Elena Piedra, la autora se adentra en los oscuros rincones del alma humana, donde el rencor y el dolor generado por la maternidad y los lazos familiares se transforman en una fuerza destructiva.
Con una prosa contundente y precisa, la autora nos presenta una narrativa desgarradora, donde el deseo de libertad se cruza con las decisiones más extremas. Una nota de fuego y nada más invita a reflexionar sobre los mecanismos de la violencia interna y externa, y cómo el fuego, en todas sus formas, puede ser tanto un símbolo de destrucción como de renovación. Una novela que cuestiona hasta dónde somos capaces de llegar cuando el sufrimiento se convierte en nuestro único motor.
Las genealogías
En el centro de Una nota de fuego y nada más arde una certeza inquietante: la de heredar no solo el apellido, sino también las heridas, las manías, la tristeza. Mientras Fernanda planea el incendio que cambiará su vida —y acabará con la de las mujeres que la criaron—, reconstruye la historia íntima de su linaje femenino: su abuela, sus tías, su madre. Mujeres distintas, pero unidas por un mismo destino.
Conocemos a María Ignacia, la matriarca de la familia, quien vivió una infancia feliz. Corría por las calles de Coyoacán rural con el corazón ligero, adoraba a su padre y creía que la vida sería siempre así: luminosa, tranquila, suya. Pero al casarse —como si un pacto oscuro se hubiera sellado sin que lo notara— la infelicidad comenzó a brotar. Nunca volvió a sentirse completa, desde entonces, la tristeza se le fue acumulando en los huesos y en las rutinas. Fue la primera en transmitir una forma de desdicha que, sin saberlo, las demás también aprenderían a habitar.
Elena Piedra hilvana, con crudeza y sensibilidad, una genealogía del desencanto, donde la familia no es refugio sino espejo, un reflejo que aterra y que, sin embargo, resulta imposible evitar. En este tejido generacional, cada historia personal revela el peso del legado emocional y la dificultad de romper con los patrones que se repiten una y otra vez. Fernanda no solo narra las vidas de sus antecesoras: las disecciona, las juzga y, finalmente, intenta prenderles fuego como único acto de resistencia.
El descontento
Inés, Isabel, Irene e Ingrid, tías y madre de Fernanda, aparecen en la historia como figuras que, más que hablar, muestran. En ellas se dibuja una forma de hacer familia heredada, la única que conocen, y que repitieron por más que intentaron ser dueñas de su destino.
Así mismo, vemos en esas mujeres cómo están atravesadas por una lenta pero constante pérdida de estabilidad económica. Lo que alguna vez fue casa grande, empleadas domésticas, cierta seguridad de clase, se va desmoronando con los años hasta volverse escasez e incertidumbre. Esa transformación material no solo cambia las rutinas o los espacios, también erosiona los vínculos. La caída económica no llega sola, arrastra con ella un modo de entender el mundo y de habitarlo.
Quemarlo todo
Aunque la historia se construye desde un narrador omnisciente que nos lleva por distintos tiempos y espacios, también hay una voz que irrumpe en primera persona: cartas dirigidas a la madre, escritas como quien necesita comprender o liberarse en una especie de expiación ante el silencio materno. Son fragmentos íntimos, cargados de dolor y ternura, donde Fernanda busca sentido en medio del desorden afectivo que ha heredado-Esa mezcla de voces —la externa que observa y la interna que confiesa— le da a la novela una profundidad especial. Y al final, cuando todo parece arder, el fuego no solo destruye: también limpia, transforma, permite volver a empezar desde las cenizas, porque «lo irreversible de jalar un gatillo, de abrir la caja y raspar un cerillo; de decidirse» es que ya no hay vuelta atrás.