Día 23. Por oportunismo, crisis en Ciencias Políticas de la UNAM
CIUDAD DE MÉXICO, 16 de febrero de 2018.- Recientemente nuestra Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos cumple 101 años de existencia. Fue el cinco de febrero de 1917 cuando la nueva Carta Magna fue promulgada y publicada en el Diario Oficial de la Federación, para entrar en vigor el 1 de mayo de ese mismo año. Ha pasado poco más de un siglo desde entonces, y hoy lo que debiéramos preguntarnos cada vez con más ahínco, es hacia dónde queremos llevar a nuestra nación y qué papel debiera jugar en ello nuestra Constitución.
En efecto, aunque esto podría parecer más bien un tema aparentemente académico o tedioso, en realidad el estudio y la discusión de los temas constitucionales está más vigentes que nunca: en los últimos años se han realizado importantes reformas a la Constitución que, sin embargo, no le han traído sosiego al país y tampoco han sido suficientes para abordar algunos de los problemas más importantes de la nación, como la inseguridad, la violencia o el galopante fenómeno de la corrupción. Ninguna de las reformas conseguidas ha logrado mitigar esas situaciones, y por ello debiera ser necesario y creíble que la discusión de esos temas pasara por la Constitución.
¿Por qué preguntarnos, en este sentido, si es o no actual la discusión sobre temas constitucionales? Porque hoy, existen importantes sectores de la sociedad y la política, que aseguran que lo ideal para nuestro país sería la creación de una nueva Constitución, que dejara sin efectos la actual, y que organizara los destinos de la nación de un modo más coherente y dinámico. Del mismo modo, los poderes constituidos han buscado los mecanismos para mantener el dinamismo constitucional y adecuarlo a los diferentes momentos de la realidad nacional.
El problema, en todo esto, es que los mexicanos parecemos haber fallado en esos dos propósitos. Esta realidad es palpable desde cualquier ángulo que se le vea: en el lado de los partidos y las facciones políticas —entendidas éstas como los grupos de poder, y no sólo las camarillas oscuras— éstos no parecen haber alcanzado el grado suficiente de madurez como para ponerse de acuerdo.
Y lo mismo ocurre con los poderes federales. Aunque fue un largo anhelo democrático de las fuerzas opositoras, que el Poder Legislativo dejara de estar supeditado a las disposiciones e intereses del Presidente en turno, hoy lo que es perceptible entre esos dos poderes es la trifulca y la continuación de una guerra, que nunca pasó por los equilibrios y las posiciones de dignidad, y casi siempre se ha mantenido en las falsas decencias, las posiciones interesadas y la testarudez que siempre lleva a la parálisis.
Hoy, según parece, no existe posibilidad ni de convocar pacífica y civilizadamente a un nuevo Poder Constituyente que elaborara una nueva Constitución; pero tampoco de generar reformas sustanciales al marco jurídico constitucional —más allá de las reformas estructurales, que intentaron ser modificaciones técnicas que evitaban el basamento social de nuestra Constitución—, que cuenten con el consenso y la aprobación de las más importantes fuerzas políticas del país y que, por tanto, tengan el grado de legitimidad y la viabilidad que el país y los ciudadanos necesitamos.
En el primero de los casos, la historia constitucional de México indica que, en general, los Congresos Constituyentes se instituyeron en medio de amplias agitaciones sociales; es decir, que quienes legislaron las diversas normas fundamentales que han regido al país, siempre lo hicieron teniendo como marco contextual a los movimientos armados revolucionarios, o conminados —y hasta amenazados— por la vía violenta, que ha sido un camino recurrente en la historia de nuestro país.
En el segundo de los casos, queda claro que esa reforma profunda a la Constitución tendría que pasar no sólo por los temas urgentes, sino sobre todo por los aspectos relevantes que siguen sin ser abordados con la valentía que requeriría un país con anhelos profundos de cambio.
¿A dónde vamos?
Esa es la pregunta que deberían plantearse todos los legisladores, líderes políticos, dirigentes partidistas y servidores públicos que, en conjunto, tienen en sus manos el destino de la nación, pero que se niegan a participar de los debates de fondo que plantea el escenario nacional. ¿Cuáles debates? Todos los que tienen que ver con las reformas constitucionales que necesitan hacerse, pero que no se han llevado a cabo por diversas razones.
Hoy podemos contar, entre las causales para evitar dicho debate, no sólo con la defensa del interés nacional —algunas veces real y necesaria, pero otras tantas simulada—, sino también con la evocación de intereses partidistas, negativas a costear los costos políticos de las mismas, el llevar la contra a quienes proponen las reformas, e incluso los atavismos que no han permitido que el debate constitucional se eleve, y la nación crezca.
Hoy, aunque parezca una mentira o una exageración, todo lo pendiente está pospuesto o ha sido evadido en este debate. Habría que atender lo que atinadamente señalaba Jorge Castañeda, a propósito de este tema, en un artículo denominado “¡Es el futuro, estúpidos!”: “Sin las reformas institucionales —o políticas o de Estado— necesarias para reconstruir el proceso de decisiones en México, ninguna de las otras reformas es factible. Quienes sostienen que antes de abordar lo político hay que resolver… lo fiscal, la seguridad, lo laboral, lo energético de nuevo, etcétera, o bien pecan de ingenuos, o bien apenas disimulan su actitud de obstrucción y sabotaje. Porque a estas alturas (…) no es posible realizar ninguna de las otras reformas, todas ellas necesarias y urgentes, ni tampoco superar los desafíos terribles para el país que implican acontecimientos aterradores como los de Ciudad Juárez y Torreón el pasado fin de semana, sin contar con las instituciones para ello. Quienes alegan que antes de la reelección de legisladores, la segunda vuelta o el referéndum o la iniciativa preferente o las candidaturas independientes hay que… hasta rescatar a los niños huérfanos de Haití, en el mejor de los casos, dicen una quimera y, en el peor, ponen una trampa o una celada…”
Esto lo aseguraba por una razón palpable: por una actitud revanchista, que tiene como base la recriminación a las alianzas políticas generadas en varias entidades federativas —entre ellas, Oaxaca—, la fracción parlamentaria del Partido Revolucionario Institucional en las dos Cámaras del Congreso federal, decidió postergar el análisis del proyecto de reforma política que en diciembre planteó el presidente Felipe Calderón Hinojosa.
La misma pregunta
Es la que tendríamos que hacernos: con esas decisiones, ¿a dónde vamos? Es cierto que las alianzas electorales contradictorias son reprochables desde diversos frentes políticos e ideológicos. Sin embargo, al final lo que está en juego no es el predominio de una u otra fuerza política, ni la estabilidad de un partido o facción gobernante, sino nada menos que el destino mismo del país. Por eso es fundamental no olvidarnos que la discusión constitucional debería ser protagonista en el escenario nacional, y no un tema intrascendente, o para el olvido.
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