La Constitución de 1854 y la crisis de México
Si López Obrador tuviera noción de la justicia legal, mucho aprendería y ratificaría por la decisión del Comité de Justicia de la Cámara de Representantes de EU respecto del ataque al Capitolio del 6 de enero de 2021. El órgano ha concluido por unanimidad que el Departamento de Justicia debería proceder contra el expresidente Donald Trump por cuatro cargos: incitación a una insurrección, conspiración para emitir un falso testimonio, conspiración para defraudar al país y obstrucción de un procedimiento oficial del Congreso: la votación para certificar el triunfo de Joe Biden que interrumpió una acción violenta al término de un mitin a favor de Trump en Washington.
Para la responsabilidad pública no hay otra justicia que la legal, no hay manera de oponer otra consideración sobre la determinación de la ley. Es un debate clásico del derecho y, más allá de las distintas doctrinas, escuelas e interpretaciones, se entiende que, para el funcionario, quien jura cumplir y hacer cumplir la ley, debe prevalecer la legalidad. Se descarta la justicia por propia mano, la justicia “natural”, o invocar desconocimiento de la norma o práctica social en contrario. La ley se cumple y es menester obligar a que otros la cumplan en el ámbito de responsabilidad de cada uno.
El expresidente Trump deberá enfrentar la justicia. Las conclusiones del Comité no son vinculatorias hacia el departamento de justicia; sin embargo, éste de propia iniciativa ya había iniciado indagatorias. Seguramente los testimonios y pruebas fundamento de la solicitud para proceder contra el expresidente servirán para que el fiscal designado tenga elementos para la acusación, en un momento en el Donald Trump inicia su proselitismo para regresar a la Casa Blanca. Lo acontecido pone una fuerte presión al Partido Republicano y, seguramente, será la antesala de una controversia política mayor que podría llevar a la nominación presidencial de Ron de Santis, gobernador de la Florida.
Es deseable que las acciones de justicia sirvan de didáctica social sobre el valor de la legalidad, particularmente cuando altos funcionarios están de por medio. Para el caso concreto, recientemente ha habido otras dos situaciones con tales implicaciones: el de Pedro Castillo, presidente de Perú, y el de Cristina Fernández, vicepresidenta de Argentina. Debe preocupar que en ambos asuntos el presidente mexicano haya mantenido una postura de rechazo a la legalidad a partir del prejuicio y de sus asumidas afinidades políticas. La justicia merece si no respeto, cuando menos consideración; no se puede descalificar resoluciones desagradables o porque son percibidas funcionales a los intereses del adversario político. Todo un caso que el embajador mexicano en Perú haya sido expulsado, México se volvió parte del problema, no de la solución.
López Obrador deberá entender que la justicia necesariamente transita por el sinuoso, complejo e incierto camino de la legalidad. No hay coartadas. La ley es la ley y más para el jefe de gobierno y jefe de Estado. La ley es certeza y también conlleva límites, en ocasiones indeseables para el gobernante y gobernado, pero así es la vida en democracia. Es propio de las autocracias y de las dictaduras desentenderse de la Constitución y de las leyes que de ésta derivan. En todo caso está el proceso legislativo y el Constituyente Permanente para adecuar el marco normativo, pero nunca es permisible, tampoco legítimo actuar al margen de la ley invocando un sentido particular de justicia o un consenso mayoritario.
El debido proceso y la presunción de inocencia son pilares de un confiable y moderno sistema de justicia penal. Por esta consideración, la justicia federal por la vía del amparo sirve para moderar los excesos y las desviaciones de los demás órganos de autoridad y de justicia, inclusive los Congresos. La cuestión es que la legalidad persiste como déficit de la cultura política de los mexicanos, además de su desconfianza en la judicatura. Dicha distancia propicia que desde el poder se amplíen las actitudes de reserva sobre el valor de la ley, la calidad de los servidores de la justicia y de sus instituciones y, consecuentemente, sus determinaciones.