Economía en sentido contrario: Banamex
CIUDAD DE MÉXICO, 13 de septiembre de 2016.- El caso de Rodrigo Medina ha generado múltiples controversias. Una de ellas se relaciona con el sistema de justicia penal y su vínculo con el juicio de amparo. El análisis es complejo, pues involucra una serie de factores que nos muestran la complejidad de dicho sistema y los múltiples resortes y condicionantes que intervienen en su actuación.
Por una parte, hay una narrativa según la cual el amparo es utilizado para obstaculizar, incluso evadir, la operación del sistema de justicia. En sentido contrario, hay quienes sostienen que este último requiere de equilibrios y garantías suficientes para evitar errores o arbitrariedades. Un elemento que complejiza la discusión tiene que ver con el uso político del sistema, y la influencia que la política y el poder llegan a tener en él.
La primera parte de esta discusión se origina en dos posiciones antagónicas y la forma en que se sitúan ante el sistema, pero también frente a las políticas de seguridad, la configuración sobre los delitos y las penas, y las decisiones judiciales.
Una postura la representa la crítica al «hipergarantismo». Esta cuestiona que haya demasiadas consideraciones hacia quienes delinquen o supuestamente lo han hecho ― tal posición suele señalar como delincuentes a personas cuyo juicio no ha concluido o que fueron absueltas―. Quienes la suscriben, exigen más penas y menos garantías, simplifican problemáticas como la tortura sosteniendo que «todos los delincuentes argumentan tortura», y postulan que es necesario restringir derechos con tal de obtener seguridad.
Su contraparte sostiene que los derechos humanos deben regular toda la actividad estatal. No solo la de seguridad pública o la del sistema de justicia, sino que este debe ser un componente constitutivo de la actuación del Estado. Así, la defensa de cuestiones como el debido proceso es indispensable para proteger los derechos de las personas víctimas e imputadas, y la sociedad, y sobre todo para evitar arbitrariedades e injusticias. Por ello cuestiona la escisión entre la política de seguridad y el sistema de justicia, o la permanencia de un subsistema de excepción.
Son dos formas de entender y defender los derechos y exigirlos al Estado. Ambas posiciones suelen entrar en conflicto frente a discusiones como las del arraigo, la «prisión preventiva», la militarización de la seguridad pública, el mando único policial, el endurecimiento de penas, la disminución de la edad de responsabilidad penal, la obtención de beneficios de las personas privadas de libertad y la administración de prisiones.
Por otra parte, está el problema del uso político del sistema de justicia. Se da cuando, al margen de las consideraciones estrictamente jurídicas, una decisión política activa las capacidades del Estado, el cual utiliza de manera desviada su poder con propósitos de revancha o control social, apartándose de la legitimidad en su actuación.
Tenemos que asumir que es preferible un error en el sistema y que una persona culpable obtenga indebidamente su libertad, a aceptar que muchas más personas inocentes sean injustamente condenadas por falta de garantías
Finalmente, hay decisiones judiciales que no escapan a la influencia de la política. En ciertos casos, la lógica que subyace a una decisión no es la de protección de derechos y los límites al poder público, sino la de aplicar estrictamente la ley, pero no de manera imparcial y general, sino según el tipo de actor en conflicto.
Un caso nos muestra esta complejidad y la correlación entre el uso político del sistema de justicia y la capacidad de la política para incidir en sus resoluciones. En 2011 la política de seguridad se centraba en la llamada «guerra contra el narcotráfico» y las fuerzas armadas llevaban años desempeñando, de forma cuestionada, labores de seguridad pública. A partir de una denuncia anónima, el Ejército detuvo a tres personas armadas en una calle de Tijuana. Supuestamente, estas señalaron un domicilio ―el de Jorge Hank Rhon― donde los militares ―nunca una autoridad ministerial― encontraron a otro grupo de personas armadas. Dichos militares ingresaron a la casa, hallando un arsenal y deteniendo al polémico empresario y excandidato priista a la gubernatura de Baja California. La Procuraduría General de la República (PGR) sostuvo entonces que había habido una persecución y se trataba de flagrancia, por lo cual la detención era constitucional.
Días después una jueza de Distrito dictó auto de libertad en favor de Hank Rhon, señalando en un comunicado que en la versión del Ejército existían «inconsistencias en relación a las circunstancias de horarios, distancias y lugares». Su decisión era jurídicamente correcta: Había inconsistencias en el parte informativo (básicamente, la única prueba de la PGR) y se presumían detenciones arbitrarias, ausencia de flagrancia y, en consecuencia, el ingreso al domicilio había sido ilegal.
Pero, ¿dicha decisión fue resultado de un adecuado control judicial y el contrapeso frente a la arbitrariedad? Ciertamente la decisión fue garante, pero en condiciones similares otra persona detenida por el Ejército difícilmente habría obtenido una resolución así. Aunque fue la correcta en cuanto a protección constitucional, no se tomó en función de la justicia, sino que la política y el poder tuvieron un considerable grado de influencia.
Durante las administraciones del expresidente Felipe Calderón y el presidente Enrique Peña Nieto, cientos, quizá miles de personas fueron detenidas en idénticas circunstancias sin obtener el mismo tratamiento y resultado de parte de las instancias judiciales locales y federales, simplemente porque no eran el personaje en cuestión.
Es necesario reconocer que el poder suele utilizar el sistema de justicia penal de manera facciosa, y que quienes tienen poder pueden llegar a tener en su favor decisiones justas y legales que el resto de la población difícilmente obtendría. Pero esta crítica no excluye la defensa de controles jurisdiccionales como el amparo frente al discurso que pregona que son demasiadas las garantías y deben sacrificarse los derechos humanos. Tenemos que asumir, con todas sus consecuencias, que es preferible un error en el sistema y que una persona culpable obtenga indebidamente su libertad, a aceptar que muchas más personas inocentes sean injustamente condenadas por falta de garantías.
Este es un texto del Instituto de Justicia Procesal Penal A.C