
Conquista Bani Stui Gulal a visitantes y público local
Taxodium mucronatum
Sí, el sabino legendario de Cuanana existió, un gran sabino justo en su lugar, ahí donde brotaba un pequeño manantial cristalino. Su agua era conducida al centro de la fuente del pueblo, fluía continuamente y, después de llenarla, seguía su camino hacia el río. Las mujeres de Cuanana ahí tomaban el agua para sus casas; llevaban su cubeta limpia y un carrizo en la mano. El carrizo, cada hombre del pueblo preparaba uno del tamaño exacto, sin las separaciones en su interior; solo se dejaba cerrado un extremo, mediando un pequeño espacio se le hacía una perforación del mismo diámetro del tubo, para conectarlo.
Llegaban las mujeres, embrocaban su carrizo y el agua del manantial llenaba sus cubetas mientras platicaban, reían, a veces peleaban a carrizazos, disfrutaban, y el sabino del manantial, con sus largas ramas tan flexibles, permitía a los chamacos colgarnos y columpiarnos, pasar de un lado a otro del pequeño arroyo. No olvido ese sabino, lo recuerdo como un personaje: sus raíces retorcidas, sus contrafuertes fuera del agua y sus ramas tan flexibles, su follaje todavía sacude mi cabeza y veo el brillo de las lagartijas azules persiguiéndose entre sus ramas.
Más tarde, cuando conocí Tlaxiaco, me sentí en trance después de dos días montado a caballo. Ver todos los ahuehuetes en el curso del río me hicieron olvidar mi travesía. Sí, han pasado muchas cosas en tanto tiempo. Un buen día me fui de México para ver las pinturas que tanto me gustaban al hojear los libros, y olvidé muchas cosas. Pinté y dibujé mucho, me volví por necesidad cazador de premios, obtuve varios. Al volver a Oaxaca no volví a pensar en los concursos y me dediqué a la pintura. Por eso hoy no salgo de mi asombro.
Creo que, sin tener los méritos, me han otorgado la beca al mérito por el recorrido en mi paso por el arte. Lo acepté, y acá estoy esperando a las autoridades que me llevarán al lugar de residencia de los becarios. Eso pienso. Ya los veo, son dos hombres y una mujer que me hacen señas amistosas. No esperaba su informalidad, con su indumentaria colorida, de telas de diferentes motivos ensambladas. Veo sus peinados muy elaborados, escultóricos, de formas apoyadas en sus cabellos: rastas con algunas aplicaciones que parecían hechas con pequeños pedazos de diferentes materiales, casi descalzos por el uso de sus zapatos.
Después de los saludos, uno tomó mi pequeña maleta y mi sombrero, y se alejó diciendo algo que no entendí bien. Aunque el créol tiene mucho de francés, no entendí. Él no era de este país, era otro becario que tenía algún tiempo viviendo con ellos, eso pensé. Avancé con el hombre y la mujer, también artistas, dijeron. Seguimos caminando al lado del río, amplio, extendido, lleno de sabinos majestuosos que invadían el camino con sus ramas muy retorcidas; casi me hacían perder de vista el abandono del entorno con grandes cantidades de botellas vacías, lleno de basura. De la acumulación salía un olor a cuero crudo pudriéndose, como si estuviéramos cerca de una vieja curtiduría.
Avanzamos hasta que se interrumpió el camino. Enfrente, una maraña de las fuertes ramas de los sabinos nos detuvo. Me hicieron señas de avanzar diciéndome: tu beca. Avancé, me tiré boca abajo y me fui jalando de las ramas. Mi cuerpo sintió el agua lodosa y fui avanzando jalando fuerte. Solo había un paso del lado izquierdo del techo plano del edificio y, a la derecha, las ramas vivas. Se entreveía la altura. Al lado del techo de mampostería muy vieja se percibía mi camino: el sendero flotado de grandes tablones de madera de sabino que dejaban entrever los brillos del delgado espejo de agua. Su paso por la gravilla producía un ligero rumor.
Fui avanzando sin poder erguirme completamente, los tablones resbalosos lo impedían. Los dos personajes venían apurando el recorrido. Entendí que, de alguna manera, era una competencia y avancé. El follaje de los grandes árboles sombreaba el lugar. Por momentos, el edificio dejaba ver su abandono, su prolongado deterioro, sus ventanas con vidrios rotos. Seguí enlodándome y llegué con dificultad a un pequeño claro con pocas ramas, rodeado de más árboles de follaje muy cerrado y alto. El claro estaba construido con los mismos tablones del sendero: tablones verticales como protegiendo a los jóvenes que fumaban pequeños puros y cigarrillos.
Todos fumaban. No me acerqué, cohibido por mi tufo de lodo vegetal. Sentí en el ambiente el olor de la mugre y algo como cera. No hablé y ellos apenas me miraron. No les sorprendió mi edad. Siguieron platicando en créol, estoy seguro. Yo los observé con mucha atención: las mismas ropas hechas con retazos de otras telas. Había dos mujeres. Todos de pelo apretado, muy rizado, con peinados elaborados, diferentes, únicos. No me hicieron caso. Los vi, los olí y seguí el camino de tablones que daba vuelta a la izquierda, pegado al edificio, y volví al recorrido con las mismas dificultades por las ramas.
Entendí que los árboles envolvían el edificio, aprisionándolo. Avancé y el camino se inclinó bajando, sin llegar al piso del alto edificio, y nos colocó a la altura de una gran ventana con los vidrios completos, desde donde vi, viví la clase de escultura, con pocos alumnos, el maestro trabajando su pieza. Yo pude ver, pero no oí su explicación. Tenía sobre una mesa fuerte un bloque que se veía formado por capas y capas, que ponía y quitaba con fuerza y rapidez, jalando con la espátula las pastas de colores puestos en un orden de tonos, de claro a oscuro, mezclas con los colores emparentados entre azul, negro, violeta, rojo sombrío.
El maestro hablaba y repetía sus gestos con gran fuerza sobre el objeto contundente. Percibí su accionar como un registro de colores de forma poliédrica que modificaba continuamente con su espátula de acero afilado. Se retiró un poco y, con la escasa luz, pude ver tonos amarillentos, casi dorados, que le conferían una extraña fuerza expresiva, una abstracción que, al verla, sentí que comunicaba una emoción particular por la materia orgánica, capaz de hablar o gritar en otro contexto.
Sentí todas las miradas, debía seguir y avancé, reproduciendo los mismos gestos, arrastrándome, sintiendo que mi piel, por los rasguños, tenía ya un registro. Pensando esto, llegamos frente a otro muro de madera con una abertura como si fuera para asomarse, o un pequeño escenario para que viera yo. Sentí la mano de mi guía en el hombro, suavemente me detuvo. Lo vi de cerca, con su camisa que, con las tiras de tela, le habían cosido rayas. De su bolsa sacó un sombrero de ala muy chica, curva hacia arriba, era más bajo y delgado. Sentí una impresión diferente de mi percepción inicial.
Volvió la mirada hacia mí y, sin dificultad, subió al balcón, donde lo recibió otro hombre de piel más oscura, brillante, como si se hubiera untado manteca. Lo tomó del hombro y entraron a la habitación sin puerta, solo iluminada por las bandas de luz que dejaban pasar la separación de los tablones. Se acomodó en el mueble de madera y esperó un instante. Se acercó el hombre con la cara mantecosa y le bajó los pantalones. Se pasó las palmas de sus manos por su cara y se frotó el pene erecto.
Todo el desvencijo chirrió y los rayos de luz dejaron ver y oír palabras extrañas, codificadas, un mensaje indescifrable, sin reproches ni alabanzas, solo sonidos de hombre. Se subieron sus pantalones y el que recibió la andanada se acomodó su sombrero, volvió al pasillo y se apoyó frente a los tablones de la pared izquierda. Se volvió a acercar nuevamente el de la cara con manteca a sus espaldas y abrió su mano izquierda, con los dedos tensos, como si fueran a romperse al recibir algo. De la misma puerta salió otro hombre y le pasó un utensilio extraño, como para mover la pastura seca para alimentar los animales, con tres dientes de diferentes tamaños, uno más largo.
Lo empuñó con fuerza. Con la otra mano le volvió a bajar los pantalones. El de espaldas abrió las piernas y el cara de manteca se volvió a frotar la cara mantecosa. Untó el diente más largo de la herramienta y, parsimoniosamente, se lo introdujo y lo fue levantando. Oí el desquebrajamiento interno con las respiraciones que bufaron. Ya en alto, sostenido con fuerza, antes de exhalar su último aire, pudo tomar su sombrero y bajar los brazos. Sin bajarlo, el cara de ébano con manteca gritó: ¡KIMBOOO!.
No sé por qué no apreté los ojos, no sé por qué no grité, no sé por qué la fuerza del peligro y la oscuridad de mis emociones me dejaron como piedra. No sé por qué en mis oídos solo resonaba la canción Volver a creer.
Avanzamos. A partir de ahí, ya no fui por delante. Me fui rezagando atrás del hombre y la mujer, tratando de apagar la canción de mis oídos. Terminé el trayecto sin pensar más en las ramas estorbosas. Ya no escuché el rumor del agua del río manso. Ya no vi el reflejo del vuelo de los pájaros tomando agua. Llegué y, en el mismo lugar donde me recibieron, estaba una mesita con tres platos puestos sobre una hoja de periódico. Sentados, el hombre y la mujer. De pie, vi cómo servían los frijoles con plátano frito.