Cortinas de humo
Hay gente que sí. En casa tengo la veladora que ilumina cinco botellas que rezan a la luz que brota del tembloroso pabilo que baila en el círculo de cristal; a veces prendo la veladora, se miran tan bonitas las botellas en la noche, con esa forma redondeada que te invita a tomar asiento y prestar oídos. La historia es la base de toda venta, me lo dijo Pedro.
Por esos tiempos de cambios bruscos del clima uno debería salir con una historia en la cabeza que guíe los pasos, la calle carga demasiado sol. La luz te brinca al cuello y te ahorca, la gente pierde la razón con el sol. En últimas fechas se han visto casos de locura repentina. ¿Te digo algo?, resulta bueno volver al cuarto, abrir la puerta con esa sombra que habita dentro y sale a plantarte el beso en la frente. Recibirla así, con lo que uno carga encima, transpirado. Hay gente que sí. El asunto fue encontrar hilito y sacar la historia, lo supe desde el principio, no sé ustedes, lo del trabajo parece cosa de cuento, hay tres elementos, una moto, una cuenta de banco que corresponde a los números equivocados, el deseo de tener dinero.
Esta es una historia que solo sirve para el entretenimiento que, bien vista, no da para más. Las palabras van y vienen sobre lo mismo, nombrar la apariencia, aquello que no es y que, mientras se cuenta, se oculta tras las palabras hasta la revelación. palabras banca del parque, de espera. Llegué a saber de Pedro el día que lo presentó el jefe en la barra, “Pedro”, dijo, y el mencionado Pedro mudo extendió el brazo para dar la mano. Cuando pude platicar con él me dijo que había pasado por duras, que había entendido. Habló de su padre, tan miserable que los dejó de chicos por otra familia, que lo creció su madre, con tanto esfuerzo.
Le gustaba el futbol de salón, la cancha iluminada donde llegan los amigos al salir de trabajo a correr y tomar cerveza y competir por los goles mientras te espera la cama con las sábanas limpias, el descanso. Digamos que correr tras la bola en el pequeño campo era deporte de los empleados. Hay gente que sí, que busca su acomodo en la tristeza. Pedro era bueno en el trabajo, un tigre en las ventas. Algo me habló de su esposa, no recuerdo si era escritora o arquitecta, la amaba mucho porque era gente de la cultura o relacionada con los espacios culturales. Cuando se vino lo de la Mariana, cuando me pidió que buscara una casa para ir a vivir juntos, le hablé a Pedro para ver si entre sus clientes habían quien rentara cuartos.
En aquel tiempo yo no conocía a nadie, estaba recién llegado del pueblo, a Pedro le dije de la urgencia de conseguir la casa, sin casa me cortan, compa, dije, me dijo que de algo se había enterado con una vecina, allá por la zona de Etla, pero que lo iba a ver. Me contó lo de su vida dura, de la poca comida y las muchas penas que pasó en su infancia, de ese pasado turco que dejó atrás hasta llegar a dar el perdón a su padre por entregarlo a la mala vida, a la experiencia dura.
Al inicio le buscaba el modo al trabajo, vender las piezas, porque fue que mucho lo buscaba. Habló del futbol de salón, del campito iluminado, encementado, me felicitó por pensar en hacer familia. Hay gente que se queda en eso, la pura carne herida que guía sus pasos. Entre los compañeros de trabajo llamaban la atención sus constantes salidas a la banqueta, su forma de pegarse al tabaco como si en la jalada encontrara los elementos de un plan enorme. A esa forma de fumar la gente le dice delectación, hay gente que sí. Mientras, Pedro miraba pasar a la gente, los autos, las motos. Luego regresaba a su máquina, a su lista de clientes, al teléfono que no lo dejaba para nada. era un gusto verlo mirar. Se le iluminaban los ojitos. Lo digo en diminutivo porque eso era Pedro, un hombre pequeñito de cuerpo compacto, con tendencia a echar panza. Ahora bien, yo me encontraba recién metido en la empresa de los cristales, la venta de tazas y jarras, los platos, no sabía mucho, era recién llegado y con ganas de aprender, para sumar necesidades la Mariana se fue a vivir conmigo. Así y todo, pude abrirme paso en el negocio de los vidrios con las palabras de Pedro en la cabeza, “en el relato uno es dueño de los finales”.
En la tienda Pedro marcaba el rumbo con su desempeño, era muy abusado, bocadulce. Me decía de la charla que sostenía con los clientes, “la venta carga un relato”. esa era su bandera que lo llevó a tener los buenos registros, a convertirse en el ejemplo para el grupo de trabajadores de la tienda. Pedro insistía en que había que contar el cuento, remarcar la historia hasta hacerla próxima a la experiencia en la vida del cliente. Para alcanzar altos registros me insistía mucho en que era necesario levantar una historia que marque esa secreta relación de las personas con tazas y copas, cristales de forma noble.
¿De dónde viene este enamorar a la gente con la forma delicada de los cristales?, no lo sé, nunca me lo dijo Pedro. La gente se detiene, suspira junto a los trastes de vidrio, eso lo puedo asegurar, como si emprendieran frente a los vasos un largo viaje que los separara de las horas de la vida cotidiana. Bien visto nunca supe de esto, de la relación secreta que llevamos con los objetos de cristal, en últimas fechas me piden diminutos saleros, pequeños objetos labrados con la mayor precisión.
Soy mala cabeza, debo reconocer. Para mí que en un vaso se contiene la sed, un instante de necesidad que se satisface y punto. Por eso no me fijo mucho en los trastes, no miro más.
Pedro con su sistema llegó muy lejos, era un empleado con buenos resultados en las ventas, eficiente. En la banqueta, mientras quemaba tabaco, me decía: “cuenta la historia”. Con cada venta que cerraba crecía la confianza del dueño, que en la barra nos decía deam team, el equipo de ensueño. Para los dueños de la cristalería, que nos trataron de manera estricta como quien educa a su familia, la educación para llegar al resultado era lo importante. Cada veinticuatro de diciembre nos invitaban la convivencia, las copas de vino. La cena que preparaba la hija de la dueña. El resto del año eran malvados, vigilaban con puntualidad el negocio. Con los empleados el tiempo era medido para salir al baño, la comida, hasta para recibir visitas. La tienda quedaba en el centro, por la calle de Allende. Pasaban a saludar amigos y familiares, los vecinos, porque ¿quién no pasa a saludar en la vuelta que dan por el centro?, cualquiera.
Pedro me dijo que en la única cosa que creía era en la religión que congregaba a sus fieles en torno a la luz de una lámpara, la ruta que ilumina el final del camino. De alguna manera me hizo su alumno, tuve progresos en la tienda, levanté clientes, se me aflojó la lengua. A la gente no se le niega el saludo. Y la dueña de la tienda que no, que eso de los saludos en las horas del trabajo era perder el tiempo. A la entrada de la tienda había que dejar la maleta junto a la puerta, tenían una estantería. Mandaron instalar cámaras de circuito cerrado, eran muy fijados con el reloj checador, con las grabaciones de video y despreocupados con el tiempo extra. Eran dueños, porque era así, el tiempo de la empresa mierda. La pura ley del embudo, lo ancho para los dueños y lo angosto para el trabajador. Lo injusto.
Hay gente que sí. Primero se les fue María, llegó otra y otra y otra empleada. El equipo se conservó. El encargado del mostrador, Ricardito, la encargada de bodega, Chiquita. La gente de limpieza era fiel; las de resguardo, inestable. Cada semana había que saludar el nuevo rostro del velador. Los clientes permanecieron fieles, ofrecían productos de calidad.
Había cambio de personal, pero el grupo de los empleados de confianza lo encabezó por mucho tiempo Pedro, que salía a fumar a la banqueta, muy respetuoso miraba los autos, las motos, la gente que caminaba por la calle sin enterarse de las historias que carga en su persona. Hay gente que sí, así, que sí llega a saber.
Una tarde me llegaron noticias del pueblo, me decían que había enfermado tía Martina, tuve que recomendar a una amiga para que cubriera mi ausencia en la tienda. No pensaba perder mi lugar en ese equipo de trabajo, las ventas ya me habían mordido las venas, ya circulaban en mi sangre. Solo poquitos días, el permiso. Las ventas no paran, no deberían parar. La tía Martina empeoró, la velamos a mediados de mayo, lo que había aprendido en la tienda lo puse en práctica con verduras y calabazas, la fruta. Bien mirado no hay distancia entre la carne tensa de las frutas y el esmerilado cristal, forman los espacios del deseo. Con esa venta me sostuve en la hora de la finada. Encuentro que Pedro tenía razón, en el campo y la ciudad estamos hechos de narraciones o, mejor dicho, nos gusta medir el tiempo de la existencia con esas narraciones, como si uno hubiera nacido para formar el cuerpo mismo del relato. Para agosto pasé a saludar, me recibió Carlitos, me dijo que lo viera a la salida del trabajo porque tenía miedo de lo que pasara. Mientras llegaba la hora pasé a saludar a los antiguos clientes, levanté algún dinero. Cuando por fin hablamos junto al Periférico, por ese rumbo Carlitos agarra el colectivo, me dijo las cosas, Pedro ya estaba en manos de la ley, se levantó con el dinero de la tienda, alguien vino a decir de la otra cuenta de banco.
Escuché la historia y me supe personaje del compa Pedro. Hay gente que sí, por mi parte yo nunca falto con la veladora.