La Constitución de 1854 y la crisis de México
Un verdadero entusiasta de la democracia siempre estará a favor de todo acto social que involucre la participación libre de sus conciudadanos; incluso cuando pueda advertir que él mismo se encuentra en el margen minoritario (es decir, que intuya su derrota en una votación abierta) o cuando, teniendo el poder o la posibilidad de permitirse alguna arbitrariedad, decide escuchar y valorar el pensamiento y las opiniones de los demás.
Es claro también que la vida democrática es mucho más compleja que la vida autocrática: más lenta, costosa y desafiante. Y el miedo a esta complejidad suele hacernos retroceder a los sitios donde creemos que estábamos más seguros.
En una charla que sostuve con el nuncio Franco Coppola, el diplomático reflexionaba sobre esto y puso como ejemplo la vida de una familia tradicional con un padre que dictaba imperiosamente todo lo que debían hacer el resto de los miembros; allí la vida marchaba, casi como un reloj. Pero aseguró que la vida democrática contemporánea exige incluso a los padres el consultar y escuchar a sus hijos sin perder su jerarquía ni su responsabilidad en el horizonte de bienestar para su familia. Esto último, evidentemente, requiere más esfuerzos, un abierto reconocimiento de la diversidad y una sólida brújula para no perderse en el camino.
En México, la elección del presidente López Obrador reveló que no sólo existía un clamor social mayoritario y masivo contra los liderazgos y poderes precedentes para combatir una corrupción sistémica y una indignante desigualdad; sino que el pueblo exigía que la agenda social no debía jugarse exclusivamente en el empíreo del poder. Y, si bien las primeras demandas no han sido del todo satisfechas, el segundo rubro avanza a pasos que, de gigantes, se tropiezan.
López advirtió que México caminaría rumbo a la transformación de sus organismos y del sentido social de los mismos, incluídos aquellos democráticos. Hasta el momento, con más desaciertos que nada, el ejecutivo ha promovido la participación ciudadana en la toma de decisiones; pues, desde su punto de vista, las instituciones, la clase política y los poderes fácticos han subyugado los clamores de la ciudadanía más humilde.
Es por ello que ha utilizado -ventajosa y toscamente debemos decir- mecanismos proto-democráticos para animar este cambio: votaciones a mano alzada, consultas insustanciales y plebiscitos informales. Pero también promovió un cambio constitucional para facilitar a la ciudadanía un mecanismo que, formal y legalmente, pueda revocar el mandato de un presidente originalmente electo por seis años. Lo que sea para acostumbrar al pueblo a un derecho en el que tiene poca experiencia.
Esto en sí no es negativo, pero es muy desafiante; porque estos mecanismos deben responder a legítimos intereses sociales y no a las artimañas u obsesiones del poder como parece ser el caso en el inminente proceso de revocación de mandato que polariza hoy a todos. Es decir, hoy contamos con una ley y un derecho que quizá la gran mayoría de la ciudadanía no conoce ni desea utilizar. Hay tanta polarización e ignorancia que, los más acérrimos opositores al presidente desconfían del único mecanismo formal existente para removerlo y sus mayores fanáticos promueven el ejercicio que podría quitarlo prematuramente del poder.
No importa cuántas veces lean la pregunta que legalmente ha sido autorizada para el ejercicio democrático, los necios siguen interpretando desde sus obsesiones. Es decir, con la ley de revocación de mandato se dio un paso enorme en la vida democrática mexicana pero es claro que, como ciudadanía, no estamos preparados para dicha responsabilidad. Porque la facultad ciudadana y su acceso al mecanismo de revocación de mandato no termina con López Obrador en la presidencia; mientras el legislativo no modifique la ley -y el judicial no la interprete a su conveniencia-, el derecho ciudadano a repudiar a su gobernante está en nuestra cancha. Con sólidas instituciones y una ciudadanía suficientemente comprometida, este derecho sería una felicidad tanto como una responsabilidad.
Pero no estamos allí, menos ahora: La ciudadanía no está lista, el poder tampoco; los partidos políticos y las instituciones sociales se sostienen en varas de cristal; recursos no hay y urgencias nacionales nos sobran. Reitero: un verdadero entusiasta de la democracia, teniendo el poder o la posibilidad de permitirse alguna arbitrariedad, decide escuchar y valorar el pensamiento, las opiniones y las necesidades de los demás.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe