Llora, el país amado…
La mañana del 6 de abril de 1930, hace 93 años, Mohandas Karamchand Gandhi arribó a la playa de Dandi, en el estado Guajarat, en la India, a la cabeza de una abigarrada muchedumbre.
El frágil y diminuto hombre de 61 años a quien los devotos llamaban “Bapu”, “padre”, se detuvo en la arena y posó la mirada en las intranquilas aguas del golfo de Khambhat que galopaban presurosas rumbo al Mar Arábigo.
Hundió la mano derecha en una de las dunas que ondulaban en la playa y levantó un poco de la salmuera que la canícula había fundido sobre la arena blanquísima.
Y con aquella su voz tan prodigiosamente apacible, exclamó: “¡Así se estremecen los cimientos del Imperio británico!”
Eran sólo unos gramos de sal que no valían un paise en el mercado de la aldea pesquera vecina. Pero este gesto puso en marcha una corriente de insospechada profundidad que, con otros torrentes, desembocaría en la independencia de la India 17 años más tarde.
El Mahatma –“Gran Alma”, en sánscrito-, uno de los más extraordinarios luchadores sociales de la historia moderna, comenzaba así la gran marcha que arrebataría la joya de la corona del Imperio en donde no se ponía el sol.
El pasado 2 de octubre fue el 154 aniversario del nacimiento de Gandhi – cuya intensa cercanía con su pueblo Waldo Frank atribuyó como rasgo semejante en Lázaro Cárdenas- y ninguno de los grandes diarios “nacionales”, por supuesto tampoco los menores, ni los grandes diarios “estatales”, ni los sistemas informativos de radio y televisión, incluidos los llamados “públicos y culturales”, dedicaron espacios al recuerdo de su obra.
Gandhi nos enseñó que los cambios comienzan por uno mismo. “Las revoluciones”, solía citar el gran analista mexicano Óscar León Camelo de feliz memoria, “¡sólo son interiores!”. Nadie puede cambiar el mundo que lo rodea si antes no se transforma a sí mismo.
En la dictadura de la testosterona que fue la sociedad de comienzos del siglo XX –hoy tristemente reeditada a lo largo y ancho del planeta- el ejemplo de Gandhi no fue comprendido. Al contrario, desconcertó a muchos, comenzando por los arrogantes hijos mayores de la pérfida Albión.
Incluso alguien tan sagaz y talentoso como Winston Churchill se refirió al padre de la independencia india con lenguaje propio de rufián del West End: “¡Ese faquir semidesnudo!”, exclamó en el piso de los Comunes, en uno de sus peores episodios de altivez imperial … del que estará arrepentido en el más allá: un paisano del “faquir semidesnudo” hoy ocupa la silla que fue suya en extraordinarias circunstancias históricas.
No reparó Churchill en que Mohandas era producto del sistema universitario inglés, que recibió la patente para ejercer la abogacía del Alto Tribunal de Su Majestad, que se veía a sí mismo como un “hijo del Imperio” y que valoraba la ley y la justicia por sobre todo.
Cuando Gandhi desafió al gobierno inglés y fabricó un poco de sal en violación de una prohibición expresa, vulneró uno de los puntales del aparato de dominio: en el clima de la India la vida no es posible sin ese mineral y quebrar su monopolio significó la primera fisura en el gran aparato colonial.
Una confirmación de que las acciones individuales, por pequeñas que parezcan, pueden ser el germen del cambio. Esto lo vieron claro Thoreau, King, Díaz Covarrubias, Amos Oz y una pléyade de inconformes que se negaron a mirar al mundo cruzados de brazos.
La vida del Mahatma es un rosario de ejemplos que hoy podrían aplicarse para lograr un mundo mejor. Pero con nuestra indolencia, nuestra conformidad, nuestra falta de participación, nuestra indiferencia o nuestro miedo, hemos prohijado una casta política de machines que gobiernan con la bravuconada, no con el respeto al otro; con la fuerza, no con la bondad; con la marrullería, no con la inteligencia. En 1942, Louis Fischer, el incansable periodista que se involucró en las corrientes históricas que estaban cambiando el mundo, visitó la India y conoció a Gandhi.
De sus encuentros con el padre de la patria habría de escribir Una semana con Gandhi y La vida de Mahatma Gandhi, el alucinante volumen que en lo particular considero lo mejor que se ha escrito sobre esa gran figura, sin desconocer la obra del historiador contemporáneo Ramachandra Guha, La India después de Gandhi.
Richard Attenborough llevó a la pantalla ese libro con el sobrio título de Gandhi, que por sí solo evoca un universo. Por ironías de la vida ¿o del arte?, fue un inglés, Ben Kingsley, quien dio vida al Bapu en una de las mayores interpretaciones contemporáneas del séptimo arte.
En su libro, Fischer despliega, desde el párrafo inicial y a lo largo de 50 capítulos y más de 500 páginas, el estilo sobrio y directo que logran muy pocos de quienes se dedican a este oficio:
“A las cuatro y media de la tarde, Abha se presentó con la última comida que habría de tomar: leche de cabra, verduras crudas y cocidas, naranjas y una infusión de jengibre, limón agrio, mantequilla y jugo de áloe. Sentado en el piso de su cuarto en la parte posterior de Birla House en Nueva Delhi, Gandhi comió mientras conversaba con Sardar Vallabhbhai, primer ministro adjunto del nuevo gobierno de la India independiente.”
Era el 30 de enero de 1948. Poco minutos después, camino al rezo vespertino, el Bapu sería asesinado en los jardines de la residencia por un fundamentalista hindú llamado Nathuram Godse. Sus últimas palabras fueron,
“Hey, Rama!”… “¡Oh, Dios!”
Si damos una mirada a nuestro alrededor, comprobaremos lo vivo que sigue el fanatismo en nuestro mundo sin remedio.