Llora, el país amado…
CIUDAD DE MÉXICO, 20 de agosto de 2018.- Ayer en el congreso nacional de su partido, Andrés Manuel López Obrador pidió a la clase política de Morena no encaramarse en el poder.
Advirtió también a sus compañeros de partido: que no haya influyentismo, corrupción, sectarismo, ninguna de estas lacras de la política.
Se trató de un mensaje prudente y razonable en el momento en que se integra su gobierno.
Sin embargo, es un mensaje que choca frontalmente al menos con una de sus iniciativas, la de crear una estructura de delegados plenipotenciarios del gobierno federal en los estados, cuyo principal problema es que busca generar poder desde el poder.
No es que en este diseño delegacional pueda presentarse influyentismo o corrupción, sino que el diseño mismo obedece a una concepción política.
El lado flaco de los delegados del próximo gobierno de López Obrador en los estados se encuentra no sólo en el enorme poder que concentrarán, sino en el perfil inocultablemente político de muchos de los titulares propuestos, muchos de ellos ex candidatos que fueron derrotados por los actuales gobernadores.
Es el caso de los estados de Guerrero, Jalisco y México, pero no son los únicos.
A la luz de esos datos concretos, es evidente que detrás de este proyecto de López Obrador se halla un objetivo político vinculado al futuro de su partido, a la necesidad de crear las condiciones para facilitar futuros triunfos electorales.
Si no es así, entonces ¿por qué subrayar el contenido político de estas delegaciones cediéndolas a prominentes cuadros de Morena? Como está diseñada esa estructura, la suma de ambos factores poder desde el poder y ambición política pervierte la supuesta buena intención que le dio origen, que formalmente es desburocratizar y conseguir ahorros.
En los hechos, esos delegados disputarán el poder y las atribuciones de los gobernadores.
Se ha dicho que los delegados serán respetuosos de las autoridades estatales, pero sería ingenuo dar crédito a esa promesa, pues serán depositarios de un poder de gestión y ejercerán presupuestos tan elevados, que los gobernadores resultarían inevitablemente desplazados.
Ese efecto sería particularmente aparatoso allí donde los delegados serán ex candidatos de Morena.
La maniobra es inocultable, y la retórica empleada por López Obrador es insuficiente para cubrir el verdadero propósito encerrado en este proyecto, que es ampliar, profundizar y enraizar la hegemonía de Morena mediante la utilización del instrumento del poder.
Por no mencionar lo básico y evidente, que agrede al federalismo y potencia la centralización del gobierno.
Tienen razón los gobernadores señaladamente los de Chihuahua, Javier Corral; Guerrero, Héctor Astudillo, y el gobernador electo de Jalisco, Enrique Alfaro que han manifestado públicamente su rechazo a la iniciativa de López Obrador.
Es posible que en la reunión que sostendrá el presidente electo con los gobernadores la próxima semana, el tema brinque a la mesa.
También es posible que los gobernadores no lo hagan cambiar de parecer.
¿Y Enrique Krauze? En un gesto reivindicatorio, López Obrador mencionó ayer los nombres de personas y personajes a los que considera precursores del movimiento democrático que lo condujo a la Presidencia de la República.
Para provocación de conciencias convencionales, en esa lista incluyó merecidamente a Genaro Vázquez, Lucio Cabañas y Othón Salazar, y colocó también a algunos cuyos méritos ignorábamos o son inexistentes, pero tienen la gracia de ser sus amigos.
Llamó la atención, sin embargo, que no haya incluido a Enrique Krauze, un intelectual con el que no es preciso coincidir para reconocer su obra y sus aportaciones a la historia de la democracia mexicana.
A la hora de hacer un reconocimiento a los periodistas e intelectuales, López Obrador pudo y debió haber mencionado a Krauze, sin que le importara o precisamente por eso que desde hace años sea su mayor o uno de sus mayores críticos.
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