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MADRID, 15 de octubre de 2017.- Sabe que molesta a quienes trafican con migrantes; a quienes los usan para transportar droga, los esclavizan, los matan, venden sus órganos.
Es consciente de que algún día lo matarán. Pero aun así, el Padre Alejandro Solalinde, un activista mexicano que lucha por los derechos de los migrantes, no se amedrenta. «He ido dos veces a la cárcel, me han golpeado, han intentado quemarme y quemar el albergue… Ya solo pueden matarme. Pero Jesús decía: «No les tengo miedo a los que matan el cuerpo, tengo miedo a los que nos corrompen y nos puedan matar el alma”. Esos lo echan todo a perder», explica el sacerdote.
Consciente de los peligros a los que se enfrentan, en 2007, fundó un albergue –Hermanos en el Camino– para personas que abandonan su hogar, en el sur y centro de América, llegan a México y, muchas veces, ponen rumbo a Estados Unidos. Ahora, al primer refugio, en Ciudad Ixtepec, Oaxaca, se suman otros cinco. En ellos, personas que llevan una larga y peligrosa travesía a sus espaldas descansan: disfrutan de cama y comida, de cuidados médicos y de apoyo psicológico.
Solalinde, que estuvo nominado al Nobel de la Paz 2017, explica que antes «llegaban unas 400 personas cada día». Ahora, sin embargo, la cifra se reduce a «cien o menos». En una sala de la sede madrileña de Amnistía Internacional (AI), vestido de blanco y con una cruz oscura, de madera, al cuello, informa de que «la mayoría viene de Honduras, El Salvador, Guatemala y Nicaragua». Gente de otros países, como «Venezuela o Haití», también pasa por Hermanos en el Camino, buscando ayuda y respaldo, huyendo de la muerte.
Vivir sin miedo
Al frente de un equipo de voluntarios venidos de todo el mundo y que oscilan entre las cinco y las veinte personas, planta cara a traficantes que ven a los migrantes como mercancía: «Me duele mucho lo que está pasando. Yo pienso que lo importante es protegerlos, enseñarles que se puede vivir sin miedo», expresa Solalinde.
Es su actitud firme lo que ha hecho desde AI lo hayan elegido para formar parte del proyecto «Valiente». Con él, la ONG quiere denunciar el peligro que corren los activistas: en 2016, perdieron la vida 281, frente a los 156 que murieron en 2015.
Recuerda que siempre fue un niño «muy inquieto», un amante de la libertad al que, incluso, llegaron a expulsar del colegio. Pero, a pesar de su rebeldía, los valores que sus padres le inculcaron siempre permanecieron intactos: «Tenía libertad para hacer lo que quisiera, pero también debía ser responsable con las consecuencias. También me enseñaron a no permanecer impasible antes las injusticias. (…) No me importaba lo que pasara».
Cuenta que un día, cuando estaba recién ordenado, una niña fue a su iglesia para pedirle ayuda: su padre estaba pegando a su madre en casa. «Me quité el hábito y me metí en la casa.
En ese momento no pensé. Me podían acusar de allanamiento de morada, pero lo único que me importó fue que esa niña me estaba hablando de su mamá y que eso era lo más importante para ella». Relata que, cuando llegó, el hombre dejó de golpear a su esposa.
«Entonces le pregunté que por qué estaba haciendo eso, le dije que era un cobarde por pegarle a su mujer. Y delate de los hijos. Vi un cenicero de cristal y le dije a la señora: «¿Y tú por qué te dejas? Si te vuelve a hacer algo, coge este cenicero y sorrájale [golpéale]”.
Ya después le dije a la señora: “No lo hagas, pero que tampoco piense que siempre vas a ser una cobarde; que sepa que puedes hacerle lo mismo”. Y no volvió a pegarle, no sé si por convicción o por miedo. Yo hacía estas cosas sin ponerme a calcular ni pensar en nada», concluye.
Un Gobierno pasivo
Partidario de una Iglesia menos ostentosa y más cercana, ahora dedica su vida a hablar por quienes no tienen voz: los migrantes, que se exponen a numerosos peligros. Además del riesgo de ser convertidos en mercancía o en trabajadores forzados a los que luego hay que matar, se enfrentan al crimen organizado –los cárteles–, a extorsiones, a posibles brotes de racismo y a «las vicisitudes del camino», siempre con los bolsillos vacíos.
Todo ante un Gobierno que, según Solalinde, mira para otro lado. El sacerdote explica que el Estado y sus brazos no ayudan a mejorar la situación, más bien lo contrario. «En teoría, el Instituto Nacional de Migración (INM) obedece a una Constitución de un Estado de Derecho, pero no es así. (…) Aunque sea una institución, no se guía por las leyes migratorias ni por los Derechos Humanos.
Se ha convertido en el azote para los migrantes y en una gran contradicción. Los persigue como si fueran criminales. Usan armas de fuego y de bolas de goma; emplean pistolas eléctricas sobre las caras o en las partes genitales. Los torturan porque ellos no confiesan de dónde son», apunta el sacerdote.
Como prueba del calvario por el que pasan los migrantes, están las fosas comunes. Escondidas por distintos puntos del país, encierran cientos de cuerpos de gente sin nombre y sin pasado; la mayoría de ellos, extranjeros
La cruda realidad
No es de extrañar que la gente llegue al refugio huraña y desconfiada. «Cuando ya tienen confianza, empiezan a narrar sus historias, que son de violencia pero también recuerdos bonitos de su tierra: les duele haber dejado su país de origen, su familia o lo que queda de ella. También hablan de esperanza, aunque no saben qué quieren exactamente. No tienen el menú completo, no se imaginan las posibilidades que hay. Buscan llegar a Estados Unidos para trabajar, pero no saben en realidad lo que van a cambiar con ese encuentro cultural que les espera».
Tampoco es raro que Solalinde sea testigo de historias crudas, unas con mejor desenlace que otras. Una de ellas es la de Telma, una joven migrante a la que hace cuatro años, en la zona de Chiapas, violaron y arrebataron a una de sus hijas (tenía dos).
La recuperó más tarde, gracias a la mediación de una vecina de los secuestradores, que la escondió en su casa y le devolvió a la pequeña. Destrozada pero con sus dos niñas, Telma llegó al refugio. Días después y pasando por alto las advertencias de Solalinde, reemprendió su camino hacia Estados Unidos: quería conseguir trabajo para enviar dinero a su tercer hijo, en su país de origen, con su abuela. «Yo le rogué, desesperado, pero no quiso escucharme y se fue.
En el camino, a la altura de Veracruz, la separaron de sus dos niñas. Era una cosa tremenda porque ahí estaban los Zetas», relata el sacerdote, historiador y psicólogo. Pero la suerte volvió a ponerse de parte de Telma: ese mismo día el Ejército hizo una redada y decomisó a los criminales todo lo que llevaban: armas y personas.
Entre los secuestrados, estaban las hijas de Telma, que las pudo recuperar sin que le pusieran demasiadas trabas. «Regresaron al refugio sin saber qué hacer porque, decía, a cada paso que daba, le querían quitar a sus niñas», recuerda Solalinde. «Ahora, trabaja en Estados Unidos y las niñitas están muy bien, en la escuela. Pasó por muchos peligros, pero no perdió la fe. Son historias muy fuertes. Gracias a Dios, esta tuvo un final feliz, pero hay otros finales que no son tan felices», declara Solalinde.
México tras los terremotos
Acusa al Gobierno azteca de no hacer nada por los migrantes e incluso, de empeorar su situación. «El partido que está ahora (PRI, Partido Revolucionario Institucional) es el más corrupto que hemos tenido jamás y sus gobernadores, los más ladrones: son los que han estado en la cárcel y han planeado asesinatos.
Peña Nieto (líder del PRI, presidente de México) es una persona represora que siempre está detrás de los crímenes, de la opresión contra la gente más joven. Por eso la gente no lo quiere. El PRI no saca votos por convicción, sino que administra la pobreza.
Sabe que a los pobres se les compra el voto, que por cualquier cosa ellos se lo dan», expone Solalinde, quien también acusa al Ejecutivo de manejar todos los órganos del Estado: «No hay división de poderes, hay unión. Él controla todo, es una dictadura». También considera que, debido a la gestión del Gobierno, «la Economía de México, que es un país rico, se hunde».
El historiador pone sus esperanzas de cambio en los jóvenes, quienes, explica, han demostrado su fortaleza al echarse a la calle para ayudar a los afectados de los terremotos que asolaron el país el pasado mes de septiembre.
Incluso, dos brigadas de inmigrantes que se alojan en su refugio han regalado las tiendas de campaña que no necesitaban y han asistido a la gente que se ha quedado sin nada. «Han rebasado al Gobierno. No confían en poner esto en sus manos», opina un Solalinde que tiene la esperanza de que el seísmo, a parte de la tierra, haya sacudido la conciencia de los mexicanos.
«México ya no puede volver a ser el mismo. Esto fue un signo claro de que algo ya se destruyó y no vamos a andar recomponiendo casitas. Tenemos que reconstruirlo totalmente, pero no sobre lo de antes. Debemos hacer nuevas estructuras sobre la espiritualidad y el respeto a la convivencia. Este Gobierno ya está corrupto hasta la médula y no va a cambiar. El cambio está en manos de la sociedad», insiste.
Defensor de una Iglesia «itinerante» que además dé a la mujer la oportunidad de llegar a lo más alto (sacerdotisa, obispa, Papisa), muestra una inteligencia despierta y una mente abierta que le han hecho ganar varios galardones (entre ellos, el premio Nacional de Derechos Humanos de México) y estar nominado al Nobel de la Paz.
«Cada premio que me dan es como una encuesta a favor del tipo de Iglesia que la gente quiere. Ya no están de acuerdo con una estructura caduca. Para la gente de la calle, para los jóvenes, yo soy un modelo de Iglesia. Lo digo con la mayor de las humildades: ningún premio me hace ser más persona, pero sí me fortalece con un capital moral muy grande», declara Solalinde, consciente de que su acción a favor de los migrantes, además de reconocimiento, también le acarrea enemigos muy poderosos que pueden acabar con su vida.
Fuente: ABC Internacional