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CIUDAD DE MÉXICO, 30 de mayo de 2018.- El 30 de mayo de 1984 fue miércoles. Por la tarde, el autor de “Red Privada” —la columna que sigue siendo referente de lo mejor de nuestro periodismo— abandonó la oficina que rentaba en un viejo edificio de Insurgentes, a la altura de la Zona Rosa en la ciudad de México y se dirigió al estacionamiento público en donde guardaba su auto. Ahí, en la puerta, fue emboscado y asesinado por la espalda.
Desde entonces, cada año publico la misma columna. Solo actualizo el tiempo transcurrido: 34 años en este 2018. Es la machacona esperanza de que algún día sabremos la verdad: quién tomó la decisión, quién organizó el operativo, quiénes consiguieron el arma, planearon la emboscada y jalaron el gatillo; quiénes protegieron –o eliminaron- a los pistoleros.
¿Los que purgaron condenas por el homicidio son realmente los responsables? Un juez así lo consideró y al parecer habría otros motivos para mantenerlos en prisión. El supuesto autor material negó su participación y el sentido común dice que el o los autores intelectuales escaparon a la justicia y que la muerte del periodista fue parte de un complot que nadie está en condiciones de probar.
Es asombrosa la estupidez de quienes creen que mediante la eliminación de periodistas pueden protegerse a sí mismos o poner remedio al enojo, al desasosiego o a la inquietud social. Una y otra vez el resultado es, para ellos, contraproducente. Porque la memoria y la palabra, no pueden ser asesinadas. Manuel Buendía se transformó en un símbolo cuando aún no exhalaba el último aliento.
Mucha agua ha pasado bajo nuestros puentes. Hoy reconfirmamos que la muerte de Buendía fue ejemplar, pero no en el sentido en que quisieron sus asesinos. Un instante después de la primera oleada de dolor y miedo, en el periodismo mexicano se refrendó el compromiso con la libertad. Y conforme pasan los años, nuevas generaciones de periodistas encuentran en Manuel Buendía un ejemplo de ética, valentía y rigor profesional y personal. Don Manuel sigue entre nosotros por la sencilla razón de que la esencia del periodismo en el que él creía sigue siendo la misma.
Lo recordamos de muchas formas. Su cálida amistad y el sentido de humor con que engalanaba su trato. La solidaridad y el culto a la amistad. Su profunda convicción de estar transitando por el mejor de los caminos profesionales. Una vez escribió: Ni siquiera el último día de su vida, un verdadero periodista puede considerar que llegó a la cumbre de la sabiduría y la destreza. Imagino a uno de estos auténticos reporteros en pleno tránsito de esta vida a la otra y lamentándose así para sus adentros: “Hoy he descubierto algo importante, pero… ¡lástima que ya no tenga tiempo para contarlo!”
Un hombre comprometido y eficaz. Un periodista preocupado por definir el oficio: “El periodismo no nos permite vivir de ‘lo que fue’, de ‘lo que el viento se llevó’. Al contrario: nos obliga a vivir para lo que es. Un periodista no puede permitir que sus amigos le organicen, como a un pintor, exposiciones retrospectivas.
“Tampoco podemos arrullarnos, como las viejas actrices, en la nostalgia del álbum fotográfico o en el recuerdo de aquellas marquesinas que bordaban nuestro nombre con foquitos de colores. Ni andamos por ahí como los veteranos de una guerra ya olvidada, luciendo antiguas condecoraciones y un atuendo pasado de moda.
“Los periodistas, como el combatiente sin relevo, vivimos y morimos con el uniforme de campaña puesto y el fusil humeante entre las manos.
“Dicho de otro modo menos melodramático: los militantes del periodismo -por vocación y por destino- tenemos que ser, aquí y ahora, y para nosotros ser significa publicar, hacernos oír, ya sea desde una gran cadena de periódicos, o en una modestísima revista provinciana y hasta en una simple hoja volandera”.
Buendía, a mediados de 1982, escribía que “el periodismo es una de las profesiones más exigentes de la sociedad moderna. Nadie debería permitirse ‘jugar al periodista’ porque hace un daño en diversas escalas a la comunidad. […] Esta no es una tarea que admita inconstancias ni actitudes caprichosas. Se trata en verdad de una forja que pone a prueba a veces la clase de reservas espirituales que tiene el individuo”.
El lado personal y humano de su vida es menos conocido. José Manuel Buendía Téllez Girón nació en Zitácuaro, Michoacán, hijo de un mecánico instalador de molinos de nixtamal, segundo de cuatro hermanos. Su primer destino fue el seminario, de donde salió cuando su padre fue asesinado por unos malvivientes a pocas cuadras de su casa y después de la muerte de su hermano mayor en un accidente de motocicleta. Para ayudar a la manutención de la familia dio clases de primaria en un instituto particular y muy joven emigró a la ciudad de México con una beca para una escuela particular en donde quedó marcado por la diferencia que se le imponía dado su origen humilde.
Su personalidad creció con su vida. En el ejercicio profesional casi nadie estaba a la altura de su teutónica meticulosidad. Se aplicaba al periodismo con devoción talmúdica. Detestaba el “ahí se va” y la mediocridad. Cuando se enojaba casi nadie podía sostenerle la mirada.
Pero al mismo tiempo era un hombre tierno, un caballero decimonónico que no toleraba palabras altisonantes en presencia de una dama, que secretamente costeaba los estudios de jóvenes y cuyo corazón sangraba fácilmente ante la tragedia de otros. En la pared de su oficina colgaba la instantánea de un bebé. Al reverso, en letra femenina, una leyenda sin firma asentaba: “Se llama Manuel, porque gracias a usted vive”. Era el hijo de una refugiada argentina a quien la policía mexicana estuvo a punto de deportar. La oportuna intervención de Buendía ante Gobernación logró que la mujer embarazada fuera sacada del avión que ya tomaba pista rumbo a Buenos Aires, en donde la mujer hubiese desaparecido. Pero don Manuel no platicaba esa historia, una de muchas.
La tentación del juego intelectual -y emocional- de imaginar quién sería hoy el autor de Red Privada y quiénes sus lectores, asalta fácilmente. ¿Habría sido tolerado en los sexenios siguientes –puesto que el sexenio sigue siendo la medida inevitable de nuestra vida pública-? No hablo solo del poder: ¿tendría alguien como él un espacio en nuestros actuales medios?
La idea de un Buendía investigando periodísticamente los asesinatos de Colosio y Ruiz Massieu; los pormenores de los procesos de parientes incómodos; la insurrección chiapaneca o las nuevas complejidades en la relación con Estados Unidos, adquiere un tono doloroso al ver el que el vacío de “Red Privada” sigue ahí, enorme, apenas eventualmente tocado por los columnistas contemporáneos. Pues con las excepciones que todos conocemos, resulta inevitable preguntarse -por lo menos me resulta inevitable a mí-: ¿por qué la generación de Buendía, de Martínez de la Vega, de Gómez Arias, dejó tan escasa descendencia profesional?
¿Buendía fue víctima de su propio éxito? No lo sabemos. Pero murió como hubiese querido, con los zapatos puestos, sin soltar los remos, con un legado que es ya ejemplo imborrable para las nuevas generaciones de periodistas, en cuyas filas algunos tenemos la esperanza de que se estén incubando otros profesionales de la talla del autor de “Red Privada”.
El 20 de agosto de 1982 Manuel Buendía viajó a Guadalajara, a la ceremonia de graduación de alumnos de periodismo de la Universidad del Valle de Atemajac. Ahí dijo a los jóvenes que lo escuchaban con el aliento en suspenso: “De vez en cuando, las balas no respetan la credencial de un periodista, y éste queda ahí, muerto […] Y creo que ésa es una forma apropiada de morir. Los periodistas no debiéramos morir de viejos, o así nomás […] ”
Y entonces compartió con ellos una poesía que había escrito semanas atrás en un especial estado de ánimo:
“No me dejes morir / con los pies desnudos / descansando en la suave hierba / que nace en la otra orilla. / No quiero morir contemplando con mansedumbre el río. / Prefiero ahogarme en el intento / de remar hacia el principio secreto / de las aguas. / Sólo por saber / cuánto soportan mis brazos / y en qué momento ya no soy capaz / de sostener los remos / que han de parecer fusiles. / Quisiera derrumbarme al doblar la esquina / rumbo a la máquina de escribir / después de haber hollado / el pavimento cálido / con mis zapatos de reportero. / No me dejes morir ahíto / de goces y de lágrimas. / Prefiero la lívida / sensación del pánico / que sube del estómago y genera las palabras. / No dejes que me sorprenda el fin / meciéndome en la telaraña / de una insulsez. / Quiero más bien / escuchar el último fragor de la batalla.
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