Padre Marcelo Pérez: sacerdote indígena, luchador y defensor del pueblo
CIUDAD DE MÉXICO, 26 de junio de 2019.- El gobierno de México tiene razón al enarbolar la propuesta de apoyar con recursos a Honduras, Guatemala y El Salvador para combatir las causas que generan la migración.
Bajo crecimiento económico y violencia extrema son los dos resortes que expulsan a los centroamericanos de sus países de origen (con las excepciones notables de Costa Rica y Panamá), y los mandan a una aventura de vida o muerte hacia la ribera norte del Suchiate.
Mejorar la economía y la seguridad en Centroamérica es el camino, sí, pero en esa tarea México está solo.
A Estados Unidos, en la administración Trump, no le interesa desarrollar a América Central, sino únicamente detener el flujo de migrantes con medidas coercitivas que impactan en la opinión pública de ese país y dan rendimientos electorales.
Y los países centroamericanos (los tres referidos) carecen de fortaleza institucional para estructurar programas propios que tengan legitimidad entre su población.
En más de un sentido, son estados fallidos.
Sus presidentes sirven para muy poco. Estiran la mano, dan las gracias a México por los 30 millones de dólares que les dimos para sembrar árboles, y no van a solucionar absolutamente nada.
Durante años se han puesto en práctica decenas de programas y los resultados son los mismos: cero avances.
En el gobierno de Vicente Fox se lanzó con gran entusiasmo el Plan Puebla-Panamá, que tenía 32 programas concretos, y la situación ha empeorado en lugar de mejorar.
Un par de años después, se puso en marcha el programa Mesoamérica, que corrió la misma suerte.
Ahora en el gobierno de López Obrador se promueve el plan México-Cepal, que apunta al centro del problema -desarrollo- y busca inversiones por diez mil millones de dólares en esos tres países, y lo mas probable es que corra la misma suerte de los intentos anteriores.
El diagnóstico es correcto, aunque al parecer faltan piezas, las mismas que no hubo en los proyectos anteriores: ausencia de estado, de instituciones, de legalidad.
Se entiende y se aplaude el gesto del gobierno mexicano al aportar recursos a El Salvador, pues con ello marca la pauta, con autoridad, de lo que es necesario hacer en América Central: apoyarla.
Pero cada vez resulta más evidente que si no hay programas elaborados y legitimados por los propios centroamericanos, serán tiempo y dinero perdido.
Si se le hubiera dicho al presidente de El Salvador que viniera a México a buscar 30 millones de dólares de regalo para que pinte de blanco las casas de las colonias marginadas de su capital, igual viene, aplaude, da las gracias y le echa porras al presidente que sea.
Centroamérica -esos tres países en particular- tienen una debilidad institucional que dificulta la ayuda.
Y si ellos no opinan acerca de lo que necesitan, va a ser una nueva buena intención que se llevará el viento.
Sus presidentes suelen ser personajes picarescos, sin proyecto ni capacidad para forjar instituciones con fuerte base de legitimidad.
Nayib Bukele, presidente El Salvador, es un populista de derecha que en su reciente toma de posesión no presentó ningún programa de aliento profundo ni puso metas en nada. Eso sí, desapareció instituciones ya creadas y da órdenes a sus subordinados vía tuiter.
Juan Orlando Hernández, presidente de Honduras, llegó al poder en elecciones muy cuestionadas y su debilidad es extrema. Hizo reformas a los sistemas de educación y de salud, que se las echaron abajo con un par de marchas y la quema de la puerta de la casa de gobierno.
Jimmy Morales, presidente de Guatemala, es un comediante, admirador de Trump, que solo gobierna la capital porque el resto está en manos de las pandillas y cárteles. Además, va de salida. En su lugar podría quedar Sandra Torres, ganadora de la primera vuelta electoral, esposa del ex presidente Álvaro Colon, actualmente preso por corrupción.
¿Es lo que hay? Sí, y ahí está lo dramático: es lo que hay y sus países son estados sin control, pero son soberanos.
La idea del gobierno mexicano es
correcta, pero le falta algo que ni México ni ningún país foráneo les puede
dar: un mínimo estado de derecho e instituciones más estables.