Angustia en Palacio por los narcojuicios en Nueva York
Carlos Ramírez | Indicador Político
CIUDAD DE MÉXICO, 19 de agosto de 2018.- En 1983, animado por una solidaridad sentimental con la revolución sandinista de Nicaragua, Julio Cortázar publicó un libro de circunstancias: Nicaragua tan violentamente dulce.
El sandinismo había derrocado al dictador Somoza en 1979 y en 1985 entraría al proceso de institucionalización democrática occidental con elecciones libres. Treinta y cinco años después de 1979 el idealismo nicaragüense se transformó en una nueva pesadilla dictatorial.
El líder guerrillero Daniel Ortega Saavedra encabezó al sandinismo armado y gobernó una junta civil de 1979 a 1985 y un gobierno electo de 1985 a 1990. De 1990 al 2007 el sandinismo entró en un proceso de descomposición por la disputa por el poder; Ortega provocó la ruptura en 1996 y perdió las elecciones presidenciales. Volvió a competir en el 2007 y quiere mantener el poder, vía reelecciones, hasta el 2022 y, si se pude, uno o dos periodos quinquenales más.
Así, Ortega podría superar las dictaduras de los Somoza, el padre y dos hijos: treinta y tres años en el poder, con interrupciones breves, entre 1937 y 1979. Ortega suma ya veinte años como presidente y seis como jefe de la junta civil de gobierno; y si logra otra reelección en el 2022, llegaría a los treinta y tres de los tres Somoza. Pero como los Somoza, también como dictador a sangre y fuego.
Con sus actitudes de dictador, Ortega está enterrando uno de los simbolismos de la revolución socialista de América Latina después de Cuba en 1959. Las luchas callejeras y la represión gubernamental hoy recuerdan la represión de Anastasio Somoza Debayle 1974-1979.
Los sandinistas arreciaron su lucha guerrillera en 1978-1979 y enfrentaron la brutal represión del dictador; y basta revisar las crónicas de entonces para encontrar, como Marx en Hegel, que la historia se repite dos veces, primero como tragedia y luego como farsa.
El proceso de descomposición política de Nicaragua forma parte de una desarticulación del radicalismo socialista en Iberoamérica. Y tiene como punto de referencia el retiro del poder de Fidel Castro en Cuba en el 2006, a los ochenta años.
La Habana era el centro revolucionario del continente, aunque en proceso de declinación autoritaria desde la ruptura con los intelectuales en 1971 por el arresto y tortura al poeta Heberto Padilla. La de Nicaragua fue la última revolución socialista armada; las posteriores fueron cívicas, electorales e institucionales y ajenas al modelo socialista cubano.
La crisis en Nicaragua va más allá de los sentimentalismos castristas, como los últimos jaloneos del socialismo dictatorial cerrado. Refleja una reordenación del mapa geopolítico de Iberoamérica y una redefinición del escenario ideológico en recomposición. Sin el padrinazgo de Fidel, Brasil, Bolivia, Ecuador, Venezuela y Nicaragua han entrado en la lógica de sus contradicciones internas, casi todos padeciendo los estragos causados por la democracia institucional electoral.
Nicaragua cierra el ciclo de las revoluciones armadas castristas. De 1979 en adelante los ascensos radicales fueron a través de procesos electorales, con excepción del alzamiento zapatista guerrillero en el sur de México en enero de 1994 y cuyo destino se fijó en los primeros diez días cuando la guerrilla fue derrotada por el ejército regular y la sociedad mexicana apoyó las ideas pero no vía armada.
La victoria sandinista en Nicaragua fue político-militar e ideológica, no económica. A finales de los ochenta, el entonces presidente mexicano José López Portillo dio dinero, armas y apoyo político a los jóvenes sandinistas para consolidar su victoria. El acoso estadunidense con armas y dinero a la contra nicaragüense debilitó al gobierno porque estuvo acompañado de un aislamiento ordenado por el gobierno derechista de Ronald Reagan. En cerco de Washington radicalizó las posiciones al interior del liderazgo sandinista y Ortega aprovechó la oportunidad para asumir el control institucional de la revolución.
En 1996 el escritor Sergio Ramírez, reciente Premio Cervantes, rompió con el sandinismo, a pesar de haber formado parte de la junta de gobierno y de haber sido vicepresidente del gobierno de Daniel Ortega. En 1999 publicó un libro demoledor sobre la descomposición política e ideológica del sandinismo: Adiós muchachos, donde cuenta la forma en que la corrupción liquidó la reserva moral de la revolución.
Todas las revoluciones han fracasado al ganar la lucha, al no saber administrar el gobierno, el poder y las corrupciones. El sandinismo fue un movimiento armado contra la dictadura de Somoza, pero con una endeble propuesta económica socialista sin Estado configurado. La disputa por el poder en los liderazgos sandinistas de la victoria en 1979 a la primera elección democrática en 1985 olvidó las promesas de justicia, desarrollo y bienestar. Sin clase obrera, un campesinado tradicionalista y una burguesía polarizada, Nicaragua nunca pudo definir un modelo de desarrollo consistente.
De 2007 a la fecha, Daniel Ortega ha construido una dictadura personal, familiar y dinástica. El uso de la fuerza militar contra las protestas juveniles por reformas estructurales de carácter neoliberal dinamizó las contradicciones sociales y políticas en una sociedad abandonada, además de protestas indígenas y campesinas que el sandinismo nunca pudo entender. El expediente de la crisis de Nicaragua ya está en la OEA y se enfila a consideraciones negativas como las de Venezuela.
El problema de fondo radica en el agotamiento del impulso sandinista, una revolución generosa, “tan violentamente dulce”, diría Cortázar, progresista, que pudo haber construido una opción para sociedades subdesarrolladas y dependientes. La oportunidad se perdió y hoy Nicaragua es amarga, represora y sin el apoyo social mayoritario.