Ocho ministros cierran filas contra la reforma judicial
El día de hoy, las organizaciones como OLACEFS, EUROSAI, INTOSAI por supuesto, y las instituciones gubernamentales están aceptando que el concepto tradicional de corrupción debe ampliarse, y el corolario de ello es que las estrategias anticorrupción también deben someterse a nuevas consideraciones y, en su caso, redefiniciones para no quedarse cortas frente al fenómeno.
Tradicionalmente, identificamos la conducta corrupta con un individuo (o grupos de individuos, pero siempre como agentes individuales) y con una desviación de sus obligaciones, determinadas estas por una brújula jurídica, ética o moral.
El derecho y la ética mantienen un vínculo indisociable de interpretación con las normas morales, así que, en sentido amplio, la corrupción pareciera ser siempre una acción individual e inmoral.
Además, durante mucho tiempo se limitó la óptica a la actuación de servidores públicos. De esta manera, aunque variadas en naturaleza y alcance específico, las estrategias de combate al problema suelen moverse entre la sanción individual y la reeducación en la conducta de la persona.
Todo lo anterior sigue teniendo valor y vigencia, pero muchos autores han puesto el reflector sobre un aspecto que es totalmente distinto en sus categorías y funcionamiento, la corrupción sistémica o captura del Estado. De hecho, el Banco Mundial ya reconoce la distinción, entre lo que llama corrupción administrativa (la tradicional) y la captura sistémica.
Esta última reconoce la existencia de actores privados, poderosos y de naturaleza económica, que mediante sofisticados andamiajes establecen o modifican en su beneficio las reglas jurídicas y políticas que deberían estar ahí para limitarlos; es decir, hacen regulaciones y ponen reguladores a modo, para maximizar sus beneficios.
Esto es complicado, porque ya no se está hablando de una transgresión normativa, técnicamente hablando, ni de la acción de un individuo con libertad de agencia que decide violar algún código al que está sometido.
El resultado de la corrupción sistémica es la deformación del orden jurídico y la perversión de los incentivos que regulan las relaciones entre el gobierno, las empresas y los ciudadanos, donde las reglas mismas están hechas para beneficiar intereses privados en los hechos, mientras en el dicho se hable del “interés público”.
Esta temática está lejos de agotarse, y algunas líneas de investigación pertinentes acerca del mismo, o son incipientes o ni siquiera se han terminado de definir. Lo que da la pertinencia de desarrollar una sensibilidad a las nuevas manifestaciones de lo que, al final, es la esencia de la corrupción; es decir, la vulneración del interés público en beneficio de intereses privados indebidos.
La desigualdad en la distribución de la riqueza y el empobrecimiento de la población, lo cual es el corolario negativo.
Por ello, no quiero dejar de mencionar que uno de los temas que también deberá complementarse con nuevas herramientas es el de la medición de la corrupción, porque si los instrumentos con los que se cuentan, valiosos como son, fueron diseñados para medir el fenómeno concebido de manera limitada, por su propia naturaleza estarán impedidos para observar, constatar y dimensionar manifestaciones del problema que trascienden esa óptica.
Quienes estamos desde esta trinchera, particularmente de la fiscalización superior, esperamos que todo lo relacionado con el estudio de la corrupción y la rendición de cuentas, generen cada vez mayor interés por parte de investigadores, estudiantes y funcionarios con vocación social, sobre todo que no sean militantes de intereses políticos o económicos, además de contribuir a fortalecer las instituciones que se dedican a la fiscalización superior.
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