Un siglo por la paz
Siempre fue una hazaña lograr que su papalote alzara el vuelo. Su infantil mente soñaba con hacer realidad la experiencia de Dédalo aunque, él vivió la de Ícaro.
Por eso, ahora que en su pequeño pueblo, trabajando la tierra para sembrar su maíz, al escuchar el ruido proveniente de las alturas, se despojo del sombrero y levantó la vista al cielo.
No supo si fue el guiño del Sol o el recuerdo de infancia que se quedó solo en ese deseo de ser piloto de un avión muy grande.
Lágrimas gruesas cayeron a sus mejillas morenas, enrojecidas y muy calientes.
Ese sentimiento de conmoverse a las lágrimas ya no supo porque, pero ahí en medio de su erosionada parcela, dio rienda suelta al sentimiento más humano del hombre, sentir miedo y con intenso llanto cuidando no ser descubierto lloró hasta que sus lagrimas mojaron la sucia camisa ya húmeda de sudor.
Con sus ásperas y gruesas manos sobre el rostro, sin el sombrero y la yunta detenida, dio rienda suelta a sus momentos felices para olvidar la razón de su dolor.
Sin control alguno, sus ansias de seguir llorando continuaron. El avión ya se había perdido en el cielo azul y solo dejó una estela de humo blanco por donde había surcado el cielo.
Y él, firme a sus disciplinas, con el sudado dorso se enjugo las lagrimas. Volvió a mirar al cielo y el sol se encontraba cayendo a plomo, lo que le hizo suponer que eran las doce horas del día, pensó en una breve oración, acompañada después con el silbido armonioso del Dios Nunca Muere, Himno de los oaxaqueños.
El sudor que sintió fue frió, reflexionando que había roto la barrera de la vida; pues esa mezcla de sueños, dolor, llanto, hora, tierra, trabajo, miedo, lo llenaron del extraviado deseo, del que despertó al grito lejano de “¡síguele, deja la flojera pa’los que tienen todo, nosotros nacimos pal’trabajo!” qué le impelió el socarrón vecino, que ya volvía a casa arriando su pegullo de chivos.