
Teléfono rojo
Marcel Proust murió a las cinco y media de la tarde del 18 de noviembre de 1922, una hora apropiada para que los diarios del día siguiente pudieran recoger y publicar con amplitud la noticia.
La mañana de ese mismo día había pedido a Céleste, su fiel ama de laves, que echara de la habitación a una mujer gorda vestida de negro. Céleste dijo que lo haría, pero ni ella ni los presentes vieron a la intrusa.
Una de las últimas satisfacciones de Marcel fue saber que moriría a los 51 años, igual que Honorato de Balzac. Cuando expiró, el surrealista Man Ray le tomó fotografías y dos pintores hicieron su retrato mortuorio. Cuatro días después fue enterrado en la cripta familiar del cementerio parisino Pere-Lachaise. Cinco años después de su muerte, en 1927, fue publicado el último de los volúmenes de A la búsqueda del tiempo perdido y entonces, ya desaparecido, comenzó el lento y firme proceso de su canonización artística.
La vida de Proust es, en pocas palabras, su propia obra. Así lo consideró Edmund White en su gran biografía del escritor y creo que así lo perciben todos, o casi todos, quienes han incursionado en la literatura. A la búsqueda del tiempo perdido, con sus cientos de páginas, es una cumbre a la que aspiran incluso quienes no la han leído. Es sin duda la novela de mayor influencia en los siglos XX y XXI.
No creo que sea un despropósito proponer que Proust fue el gran revolucionario del género. Su obra marcó nuevos derroteros a la literatura universal y a la novela. Después de él muchos artistas recorrieron el mismo camino -aunque a decir verdad considero que la ruta de la creación tiene siempre apariencias distintas- unos con más fortuna que otros.
Como ejemplo pensemos en el inicio de Cien años de soledad. Cuando Aureliano Buendía (Gabriel) se proyecta a un futuro ignoto para colocarse frente a un paredón de fusilamiento y luego da una machincuepa metafísica para volver al dia en que su padre lo llevó a conocer el hielo, ¿no tiene este pasaje resonancias del episodio de Por el camino de Swann cuando al probar un trozo de magdalena Charles Swann (Proust) se transporta al pasado de su infancia en Combray?
Podria llenar cuartillas y cuartillas con ejemplos como este, o citar análisis de la espeluznante escuela estructuralista, pero mejor veamos cómo uno de los pocos proustianos mexicanos, en una obra hoy olvidada, celebró a Valentin Louis Georges Eugène Marcel Proust. Hablo, desde luego, de Por caminos de Proust, de Edmundo Valadés, publicado en 1974 por la desaparecida editorial “SAMO”, de Sara Moirón, la periodista que abrió brecha al trabajo femenino en la información general cuando las mujeres eran confinadas a la nota social en la prehistoria de los cincuenta mexicanos.
Valadés se convirtió al proustianismo en alma y cuerpo cuando fue enviado a la sierra alta de Puebla por la revista Hoy para buscar los restos de un avión perdido y en el trayecto lee Por el camino de Swann y queda para siempre atrapado en el manto luminoso del francés, de quien será devoto apóstol el resto de sus días.
Así, desarma como relojero la obra proustiana y coloca a nuestra vista las pulidas piezas para que mejor se pueda apreciar su belleza, a la manera de aquel emperador chino que sólo pudo reconocer el encanto de la pequeña piedra tallada que le obsequiara el filósofo cuando la miró a través de una rendija en un muro.
“El 10 de julio de 1871 hay alba literaria”, escribe Edmundo. “Nace Marcel Proust. Leyes misteriosas que distribuyen gracias determinan su destino: una vocación en busca de cumplir una gran obra de arte. El proceso de su revelación y maduración tardará 38 años, después de larga, perseverante, creciente fidelidad a su voz interna.
El cuentista mexicano ofrece una pertinente reflexión a propósito del ascendiente literario del parisino:
“¿Qué vasos comunicantes podrían establecerse entre dos escritores de pronto antípodas: entre Marcel Proust y William Faulkner? Un hilo finísimo: el uso reiterado del adjetivo y la insistencia del comparativo. La precisión analítica y estilística de Proust lo lleva a extender el adjetivo, uno sobre otro, como un pintor recrea un volumen superponiendo varios colores hasta inventar el de su realidad. Faulkner es asiduo también a la reiteración del adjetivo, pero en él relampaguea como un estallido, como un látigo, y es admonitorio, acusatorio, justiciero y hiere, raja, golpea con una rectitud implacable”.
La tríada Kafka, Proust y Joyce revolucionó y marcó los derroteros en la forma de hacer novela. ¿Podemos afirmar que Faulkner se nutrió y benefició de estos antecesores, a la manera en que Newton decía que pudo ver más lejos y más claro porque trabajó sobre los hombros de los gigantes que le antecedieron, entre otros ni más ni menos que Kepler, Copérnico y Brahe? Sí. ¿Podemos probarlo? No creo que importe.
Mientras que Proust se inserta en el interior de un personaje y demuestra que cualquier elemento es válido para producir un discurso literario -los recuerdos, un aroma, un sonido, el más leve sentimiento que se puede desdoblar hasta el infinito para describirnos y descubrirnos en nuestra calidad de humanos-, Joyce multiplica las imágenes.
Mientras que Proust arma un enjambre discursivo desde el interior, Joyce hace un caleidoscopio de situaciones. Algunos incluso han considerado que es relativa su aportación en la revolución de la prosa narrativa, pues no es más que otra forma de la novela de caracteres.
Esta intención distinta de abordar la narración es lo que le da singularidad a los escritores. Joyce parece hacer un guiño a la obra de Proust, concretamente a En busca del tiempo perdido. En el párrafo inicial de Por el camino de Swann, el narrador hace una larga reflexión sobre lo que le sucede en el tránsito de la vigilia al sueño y comenta que una cierta situación comienza a hacérsele ininteligible. “Lo mismo que después de la metempsicosis pierden su sentido los pensamientos de una vida anterior”. Este párrafo es el preámbulo de lo que nos espera al adentrarnos en la novela.
En Ulises en cambio, Molly Bloom señala con una horquilla la hoja de un libro en el que leyó la palabra metempsicosis para preguntarle a su marido con qué se come eso. Leopold Bloom comienza una suerte de explicación, que abandona ante la incapacidad de Molly para ofrecer la suficiente atención y desde luego para comprender un concepto tan poco terrenal.
Por el camino de Swann apareció en 1913 y Ulises en 1922. Coincidencia o no, ya que se dice que estos dos escritores tuvieron un encuentro fallido a causa del idioma, pero Joyce parece haber asimilado la innovación de Proust y presentado su propia propuesta.
Esto me remite a otra reflexión: la genialidad no se encuentra por buscarla sino por trabajarla. Si se asume lo que está hecho, y sobre todo lo que está bien hecho, los productos subsecuentes necesariamente serán distintos. Reconocer y adentrarse en la innovación de otros necesariamente hace que las nuevas creaciones sean distintas.
La existencia de En busca del tiempo perdido como representante de una de las formas de prosa narrativa del siglo pasado y en forma más concreta Por el camino de Swann, derivó en una gran diversidad de manifestaciones en las que Proust estaba asimilado como parte de la herencia de la época.
La narrativa psicológica ha tenido afortunadas derivaciones en la literatura y en otras manifestaciones artísticas, entre ellas el cine. Habría que buscar el parentesco entre las dos artes precisamente en el tratamiento del tiempo, pues como alguien ha observado, Proust, trató el tiempo como un elemento al mismo tiempo destructor y positivo, sólo aprehendible gracias a la memoria intuitiva. Percibe la secuencia temporal como un fluir constante en el que los momentos del pasado y el presente poseen una realidad igual.
Otra manifestación de lo que la enseñanza de la narrativa de Proust nos ha dejado, a riesgo de sonar descabellado, es la que ejerció sobre el oficio periodístico. Esta es, desde luego, una apreciación subjetiva sólo ejemplarizada en la experiencia individual.
Existe una corriente o moda argumentativa sobre la tarea periodística que defiende la objetividad del periodismo y de los periodistas, así como la obligación de informar sobre lo que sucede en “la realidad”. Lo que algunos periodistas nos preguntamos cuando se habla del tema es: ¿La realidad de quién? ¿La realidad en qué momento? Al igual que la narrativa psicologista, el periodismo tiene como primer sustento la selección.
En el periodismo no existe la objetividad. A cada momento se recrea una parte de la realidad sobre la base de un contexto, de una carga de información y cultura, de la relación con los protagonistas de los hechos informativos y de la selección que de todo ello se hace en los propios medios.
He escuchado decir a un lector de En busca del tiempo perdido que una de las dificultades que ofrece la novela es la lectura de capítulos largos y con una notable ausencia de diálogos. Y resulta que esto es materia común para la redacción de los periodistas más que en otro tipo de textos: la cotidianeidad vertida en una secuencia narrativa. No se trata de textos de historia sino de pequeñas historias que se plasman día a día en los medios de todo el mundo o de las mismas pequeñas historias que recuerda el narrador de Swann y que va hilvanando para contar la sola y simple historia del señor Swann.
Por eso afirmo que se debe ser cauteloso con la compulsión por la originalidad en la creación literaria, pues obras centenarias como Por el camino de Swann todavía están allí para enseñarnos mucho del alma humana y todavía más sobre cómo conocerla a través de un texto escrito.