El episcopado ante el segundo piso de la 4T
Justo a las ocho meses ya no pudo alimentarme con la sabia de su cuerpo a pesar de sus lamentos después de la octava vez que parió otro hijo y seguro alimentado por mi irredento amor y mis recuerdos hechizos sostengo que vi la primera vez en que por año y medio me alimentó con atole y sobre todo con su profundo cariño, esmero y cuidados para tratar de compensar con una de sus frases socorridos alejada del significado común: ¡Pobre mijo, será hijo del atole y de su madre aunque no dejó de nacer como su padre pelón, con barba de bola y lleno de vellos que parece chango! En los tiempos siguientes me alimentó de su gran escucha, de sus sabios y pensados consejos, de sus terapias de choque para que dejara mi estado dubitativo los fines de semana en que tenía que usar otras ropas diferentes al uniforme obligatorio que las monjas obligaban y que a su suplica de Gerardito, decídete o serás un inútil en tu vida me ponía las pilas o cuando con esa socarrona sonrisa para reprochar mis quejidos por no aguantar lo que me mandataba, me espetaba: ¿Por qué pujas Gerardito? .
A pesar a mi destiempo y a mis reproches por la pasada decisión que tomó años atrás para quedarse con mi viejo a contrapelo de su único año de magisterio como una de las primeras profesoras de su tiempo, fundó una escuela de regularización para acompañar a las niñas y niños zapotecos que inevitablemente tenían que repetir el primer grado por su escaso castellano y en la que también con su espero, amor y empeño me enseñó a leer y a escribir a los cuatro años y medio para que en uno de sus actos de amor se desprendiera de la llave que siempre llevaba prendida de su hermoso cuello para tener acceso a su baúl de cedro que olía a aquella madera preciosa y sobre todo a la bendita tinta que emergía de sus libros favoritos con la encomienda de leerlos puntual y fervorosamente. Y es que a pesar de su temprana diabetes, el infierno tan ahora parecido de los calores del verano estival de nuestro pueblo, en medio de las gotas de sudor por su frente, de los calores por lo alto de su glucosa, sacaba de su padecimiento las fuerzas y los monosílabos para preguntar si recordaba pasajes del libro en lectura, para encomiarme con su sufrimiento físico pero con su pleno amor a releer el texto para orgullosamente arremeter en poco tiempo con la encomienda cumplida en aquella pequeña silla que mi viejo confeccionó maldiciones de por medio al grito de ¡Como si las pinches cuentas te fueran a dar de comer!
No sé si el costal de lágrimas cuando tuve que enfrentar la diáspora forzada para continuar mis estudios era más grande o aquella bolsa de lona ya sin cartas ni correspondencia que nuestro cartero favorito le regaló por aceptar ser su comadre, llena de mis gustos favoritos que tantas veces cocinó para mí y que alimentó sobre todo mi alma y mi corazón en los 14 años que pasé cotidianamente a su lado, a su corazón, a sus arrumacos al grito de una de a cinco y soñar que era más feliz en sus brazos. Pasó la vida y otra vez en sus brazos escuchar sus consejos y palabras amorosas por los periplos que entonces viví, de visita no tan frecuentes como quise, tejiendo su enésimo chal y tejiendo también los sueños que compartimos toda la vida que nos alcanzó juntos, quedito y con voz amorosa y llena de conceptos profundos, de paz y reflexión para saber qué hacer, iba y regresaba furtivamente por el fervor irredento con el amor de su vida que quedaba solo en la vieja casona que construyeron para los nueve motivos de su amor.
A la pregunta de los canijos “turcos”, bueno Juanita que estudió tu hijo pues, astrólogo, astrónomo, respondía inequívocamente y con diligencia que “antropología social y no arqueología para tratar de ayudar a sus semejantes como traté de inculcarle”, recibiendo sonrisitas hojaldras de incomprensión y también respuestas singulares como la del doctor favorito del pueblo con una pequeña estatuilla de esas que regalan los laboratorios de un personaje con cara del planeta de los simios, un estetoscopio y un letrero en la base de ¡Antropólogo! Con la delicadez que le caracterizaba me dijo en voz baja, ¡ay, Gerardito no te enojes lo que pasa es que el doctor quiere que te cases con su hija ahora que regreses, que a la respuesta de ¡grosero! juré y perjuré no regresar por ello, salvo aquella madrugada de noviembre para llevarme los pocos recuerdos que se habían quedado. Solo su cara de expresión incomprensible y su resistencia por dejar este mundo me hizo tener la fuerza para tomar sus manos y suplicarle que ya descansara en paz, solo interrumpida por los blanco de su ojos y la expresión de azoro para motivarme a preguntar y a responderle: ¿Es por él verdad? Te promete que voy a estar a su lado, descansa sabes que lo quiero y cerró sus ojitos con una sonrisa como cuando me parió: Te sigo amando Má.
Gerardo Garfias Ruiz [email protected]